Yo creo que
para todos es claro que una empresa gana dinero en tanto en cuanto es capaz de generar un valor añadido en sus
productos, una diferencia (cuanto mayor mejor) entre los costes de producción y
el precio al que coloca su bien o servicio en el mercado. A veces este valor,
esta ganancia, se obtiene de manera muy nítida.
Pero hay casos en los que no es preciso ser
eficiente ni tocar los costes, solo elevar el precio, que será aceptado por el
mercado, en la suposición de que está pagando más por un producto que le ofrece
un mayor valor añadido.
Esto es
posible verlo en aspectos intangibles de los productos, esto es cualidades no
físicas, pero a las que el consumidor da una importancia creciente. Ciertos
productos se pagan más porque se supone que son más saludables, o porque
usarlos nos da un prestigio ante los demás (el uso de marcas, por ejemplo) o
porque mediante su uso ayudamos a otras personas (comercio justo, productos de
cooperativas de parados o servicios prestados por colectivos de dependencia) o
porque con su uso estamos ayudando a un objetivo común (salvar el planeta en el
caso de productos ecológicos).
Sobre el
carácter moral de nuestra compra poco se puede decir (comprar algo para salvar
el planeta o ayudar a los demás), porque ir en contra de ello sería
políticamente incorrecto y bastante irracional. A ver quien es el guapo que
critica comprar huevos ecológicos o huevos de los indígenas del Perú. Aunque se
podría criticar, que no es oro todo lo que reluce. Sin embargo, en cuanto a
calidades y aspectos dietéticos si hay mucho que opinar. Las modificaciones al
alza de los precios suelen venir acompañadas de sutiles campañas en defensa de
los huevos de gallinas bien tratadas.
Me parece
muy loable defender los derechos laborales de las gallinas, que seguro que los
tienen, y pronto, además, se manifestarán en la Gran Vía si no se
respetan. Pero resulta difícil de entender ese afán por defender el bienestar
gallináceo, cuando se ignora de una manera tan palmaria los derechos de los
productores de leche, que ven como los grandes hipermercados venden su producto
a precio de saldo, tal como a ellos se lo han comprado, o como compramos, sin
rubor, productos extranjeros, de países que no conocen lo que son los derechos
laborales o la higiene más elemental, simplemente porque son más baratos. Solo
es una cuestión de coherencia. Solo nos queda el tema de la calidad.
En España
se venden 4 tipos de huevos. En la cáscara, y en el envase exterior se puede
averiguar porque estos llevan un número grabado. 3, si son de gallinas que
producen enjauladas, 2 si se encuentran en comederos, 1 si son camperas y
deambulan en una zona acotada y 0 si son gallinas ecológicas. En realidad las
diferencias nutricionales entre ellas son nulas, las diferencias de sabor y
textura inapreciables para alguien que
no sea experto y las cualidades dietéticas son infinitesimales, puesto que
estamos comiendo un producto que no depende de la dieta del animal, sino de su
ovulación.
Una verdad
a medias, que bien manejada por la publicidad permite llevar al consumidor al
terreno del vendedor (que no del productor), cobrando más por unos supuestos
elementos intangibles, que antes os señalaba, y que es dudoso que existan. Ello
aleja, además la atención del consumidor de un tema que si es capital, la
frescura del huevo, eso es lo importante, más que su origen, y en eso se
insiste menos de un tiempo a esta parte que esas supuestas bondades éticas de
nuestra compra.
La ética no
está tanto en la compra como en la producción, pero las empresas actuales,
especialmente las grande multinacionales de distribución juegan a descargar
sobre nosotros la responsabilidad de los actos de consumo, cuando son ellas las
que cometen los mayores atropellos, en nombre de “es lo que el cliente pide”.
El cliente pide y acepta aquello para lo que ha sido educado o manipulado por
la publicidad.
De verdad,
no pague más por un huevo si no es preciso. Que sea fresco, y que no sea de
mamífero. Con eso basta.
Imagen it.tubgit.com
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