“A penas
había despertado el día y todos íbamos aquella mañana de asunto en asunto,
cuando un viento turbio abrazó Madrid, era el viento de la muerte y el miedo,
el de la ira contenida.
Mi línea de
autobús, que atraviesa la plaza de Atocha, fue desviada entre el arrullo de un
enjambre de sirenas, alarmas y gritos.
Nunca
llegamos a nuestro destino aquella mañana, el destino le había cambiado.
Caminamos desde Menendez Pelayo, en silencio y entre un mar de gritos.
Todo eran
rumores y miedos. Pero Madrid es muy grande para arredrarse ante un atajo de
cobardes. Contra lo que la lógica dicta, el caos se escondió, y el orden
arrancó de cada uno de nosotros en un estremecedor acto de responsabilidad
colectiva y espontánea.
No podíamos
ayudar, no podíamos acercarnos a las zonas afectadas, así que un policía nos
conmino a dirigirnos a un centro medico. “Buscar vuestro sitio, pero buscar
uno” nos espeto con voz ronca y firme. Encontramos un hospital de campaña en
Antón Martín. No se cuanto habríamos caminado, entre un bosque de miradas
perdidas hasta llegar a una interminable cola donde como nosotros, cientos,
quizás miles de personas, aguardaban en silencio su turno para donar su sangre.
Era el
principio de la tarde cuando llegamos al fin a nuestra facultad. Era el momento
en que empezaba a abrirse a jirones nuestra unión y se encendían los rencores y
las sutiles bajezas entre nosotros.
Las
primeras dudas sobre la identidad de los asesinos rescataban del pasado los
ánimos de venganza partidista. Y el silencio se volvió vociferio.
Nunca
olvidaré la primera imagen que vimos al llegar a la facultad. En uno de los
baños, acurrucada en el suelo, temblando, pálida y espectral la encontramos.
Yunia es
joven, delgada y casi europea en su aspecto, pero con el alma quebrada de las
mujeres, que como ella, han nacido y vivido en mundos misóginos como su Argelia
natal.
Llegada a
España en busca de la paz y el respeto que su patria le había negado, recobró
aquel once de marzo todo el horror y la desesperanza en la especie humana, que
sus pocos años la habían sembrado. Atemorizada y sin resuello de tanto llorar,
recordaba insistentemente los días en que vivió con sus ojos menudos los
atroces atentados de los grupos islámicos armados, en los lejanos días de la
guerra argelina.
A duras
penas la consolamos. En los siguientes días su paz se turbo aun más. La autoría
islámica de aquel día maldito, la marco ante muchos de nuestros compañeros. No
puedo acudir a las manifestaciones de repudio, no pudo mezclar su sangre con la
nuestra, no pudo llorar a nuestro lado, no pudo gritar con nosotros de rabia,
por que de un plumazo, la rabia la había hecho ya no ser nosotros.
Los
siguientes meses, a los sufrimientos de los inocentes se sumaron los de los
otros inocentes. Los de las Yunias de nuestra ciudad. En el funeral de la Almudena , donde toda
España se cobijo junto a sus reyes, para arropar a las familias de los
asesinados, un rumor de insultos la hecho de la que hasta aquel día maldito era
su casa. Si hubiera vivido en uno de los guetos islámicos de Madrid, quizás
hubiera pasado desapercibida, como muchos. Pero ella tenía piel oscura, y alma
blanca, y vivía en casas blancas, y entre blancos. No tenía posibilidades.
Han pasado los
años. Miles de días de infierno, no para los muertos, pero si para los vivos y
para Yunia. Y no sabemos aun por que. Se nos ha negado ese derecho.
Sigo
mirando de soslayo Atocha cada mañana, camino de mis asuntos. Y me parece ver a
Yunia entre la gente. Pero su rostro es solo una imagen de mis deseos. Ella ya
no esta. Se marchó. Mataron aquel día los sueños de quienes se fueron, los
sueños de quienes quedaron… y los sueños de quien no puede estar. Y Madrid es
grande, es fuerte, es justa, es honrada, es solidaria. Pero hay cosas que nos
superan, o solo a algunos.
¿Y todo por
que?. Tampoco lo sabemos. Leemos cada día nuevas pistas y suposiciones sobre lo
que ocurrió. Presenciamos reproches, escuchamos dudas, notamos puñales furtivos
que se agazapan, intuimos juegos que a nuestra espalda ocultan, manipulan o
entierran todo aquello por lo que hemos sufrido tanto. Nadie pide venganza, no
queremos dar cuentas a Dios por ella. ¿Quién nos mato un sueño?
Y cuando
pedimos quien, no pedimos el rostro de cuatro desgraciados, borrachos de
fanatismo, de un grupo de eriales abonados por su amo para morir por el, a
cambio de nunca sabremos que. Pedimos el nombre de quien planeo tanta muerte,
de quien se beneficio de tanta muerte. Eso deben explicar, quienes custodian
nuestra voluntad colectiva, a los que tuvieron que morir, a los que han tenido
que vivir, y a Yunia.
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vozpopuli.es
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