Nuestro
diccionario define un capricho como una “agudeza para formar ideas singulares y
con novedad, capaces de acabar felizmente”. Es algo así como la terminación
arbitraria e inexplicable de crear que brota de un ser humano, por motivo de un
antojo, de un estado de ánimo o por el placer que provoca lo extravagante, lo
inalcanzable o lo original. Ese arte basado en el ingenio, la fantasía y la
trasgresión de las reglas, fue el ideal de Forrest Ackerman, el creador de
monstruos y seres imposibles.
Ackerman,
un apasionado de la fantasía que había acuñado el término ciencia ficción,
nació en noviembre de 1916, y desde entonces había seguido siendo niño. De su
imaginación habían nacido los personajes del mítico cómic 'Vampirella', las
historias de la revista 'Famous Monster of Filmland', la primera dedicada
exclusivamente a los monstruos, las ideas primigenias de grandes autores del
genero como Ray Bradbury y Stephen King o George Lucas, y una de las
colecciones más extensas de artículos relacionadas con la fantasía y la ciencia
ficción, que alojada en su casa, alcanzó a su muerte más de 300.000 piezas.
Nunca
sabremos, sin embargo, si Ackerman, como otros maestros de este segmento del
arte, creó y desafíó a la razón y el conocimiento empírico como un ejercicio de
ingenio, como una forma de recrear formalmente ese taimado enemigo que es el
instinto humano, o como una predicción del destino de nuestra especie. Quizá
Ackerman experimentaba con sus formas físicas esas otras menos visibles y más
escondidas que albergan los humanos en lo más íntimo de su conciencia. Uno de
esos monstruos con los que jugaba Ackerman, con los que pintaba Goya o con los
que soñaba Dali, sobrevuelan cada día el Mediterráneo. Y lo seguirá haciendo,
libre y señor de sus siervos.
Ni en su
más aguda forma singular Ackerman hubiera imaginado que un ser humano fuera
capaz de destruir la vida de otro, por el mero de hecho de crear, de formar
riqueza colectiva y de aportar sustento a sus congéneres. Pero los que empujan
a miles de seres humanos a una muerte cierta en frágiles barcas si son capaces
de obrar así.
No portan
las formas de los monstruos cinematográficos, permanecen recónditos en ese lado
oscuro humano que se ha asentado en Europa.
Pero los
monstruos se reproducen, el virus mutante que les transmuta se extiende como
una plaga. Solo así se explica que los gobiernos europeos, y quienes les
votamos, sean capaces, en mitad del dolor de seres inocentes, acampados como
despojos en cunetas, barrancos y acantilados, discutir son desdén quien tiene
que cargar con el marrón de cuidar de seres humanos sin destino, regateando
cuotas y mandando a los antidisturbios para disolverlos. ¿Disolverlos en que?.
Cuando un
gobierno, obligado a un esfuerzo ético de creación de valores comunes, se afana
en tratar estos asuntos con este desprecio, con esa actitud indolente, con ese
afán por no evitar el dolor ajeno es señal de que Ackerman era un relator de
horrores ciertos, no un creador de monstruos extravagantes e inalcanzables.
Celebramos
continuamente grandes gestas. Constituciones, declaraciones de derechos, hitos
de libertad en suma. Sin embargo, pueblos enteros siguen presos.
No basta
acostarse cada día junto a la muerte. No han bastado años inciertos y noches
enteras de duelo, durante décadas. Miles de hombres y mujeres de Europa apoyan
con su voto, con sus gestos, con su dinero, con su trabajo, con su esfuerzo,
con su silencio o con su miedo un gigantesco coloso, como nacido de un lienzo
de Goya, o un guión de Ackerman, que sigue hoy sobrevolando nuestras ciudades,
acostumbradas al horror cotidiano, a convivir con el dolor ajeno, esperanzadas
en que no nos toque a nosotros. Un horror normalizado sobre el que la Unión Europea se
permite incluso argumentar, veladamente justificar y explícitamente admitir. Y
no es ciencia ficción son monstruos. Somos nosotros, mirando la muerte pasar al
socaire de una ventana, reflejados en los charcos de sangre que tiñen los
mares, las costas y las fronteras de Europa.
Foto EFE
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