Son los
míos, niños de aire claro, de mirada limpia, de sonrisa serena y de corazón
abierto.
Cada día,
una pequeña batalla los saca de su mundo. Refunfuñan, protestan, se lamentan,
pero tras ello sus ojos se iluminan al encontrarnos. Pocas personas conozco con
tanta ilusión por la vida, en cada una de sus pequeñas cosas.
Sus días
suelen ser febriles. Acuden al colegio, comparten con sus amigos, nadan,
pintan, bailan, juegan, y hasta una porción de vida tiene en cada instante para
nosotros. Y en ella, como una guedejosa marea nos iluminan furtivamente.
De tanta
vida que atesoran, y tanta fe en quienes les miran, parte de su tiempo están en
otro tiempo. Les vemos, pero no están allí, se han ido presa de otro
pensamiento. Hay quien dice que son distraídos. ¡No os fijáis!, suelen oír como
un viento que reprocha. Pero que lejos estamos de lo cierto. Están
concentrados, pero no en lo que a nosotros importa.
Devoran
libros, navegan por mundos virtuales, dialogan en sincréticas lenguas, les
encanta el arco iris, planean, se anticipan y sienten con pasión el futuro. Los
reyes, las fiestas, su encuentro con Dios, y lo que el año que viene nos depara
a todos.
Irrumpieron
en silencio en nuestras vidas, crecieron entre nuestras manos, alentaron el
cielo en nuestro cobijo, y con su marcha defenestran nuestra alegría, y nos
inundan de una ensordecedora soledad, también en silencio.
Cada noche
rezan a Dios por sus días, por nosotros, por sus amigos, por que cada noche
sueñan con sus días, con nosotros, con sus añorados amigos.
Son dulces,
buenos, tiernos, sinceros, nobles, limpios, quizá soñadores, ingenuos,
gigantes. Sois vosotros, todos y cada de los que habéis construido nuestra
historia
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