La
llamaremos Marta, aunque ese no sea su nombre. Quiso ser maestra, siempre lo
quiso ser. Estudio un grado, y un máster, y otro y un título de inglés y
todavía más. Es la maldición de un universitario, un estudio infinito. Anoche
se acostó a las tantas, como tantos días . La plancha, ayudar a los niños con
sus tareas, hacer la comida de hoy, corregir, preparar las clases, atender
correos, registrar todo en la plataforma del colegio, lo que te pidan, y
siempre algo más.
Aún no ha
acabado el día. Cae la luz, los niños dejan el colegio, las aulas se cierran,
pero la luz de su clase sigue encendida. Atiende a unos padres, desorientados
con sus hijos, en la hora en que los suyos esperan a su madre. Dos clases más
allá Ana prepara todo para mañana volver a encender la ilusión. Para algunos
son simples maestros. Gente ociosa siempre de vacaciones y de profesión
tiranos, que viven a costa de la ingenuidad de sus subordinados. Pero son los
que hacen lo que nosotros no siempre sabemos hacer, educar a nuestros hijos. Son
los que cada día encienden la luz de sus corazones, apaciguan su inquietud y
les ayudan a dibujar sus sueños. Y cuando cae la noche, siguen trabajando por
ellos.
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