Que abrazo
más torvo el de la soledad. Basta un mero espejo para encontrarla en una mueca
perdida, en un gesto inerte, en algún lugar de un rostro quieto, por el tiempo
que dejó tras de si una ausencia.
El mundo es
entonces grande y lejano, y diluye y apenas entrega tu mirada a un mar de
espectros.
Queda poco
en el alma ante la ausencia, y poco en las manos ante el vacío. Un día, asomas
un hilo de cobre al mundo, una levedad, un frágil y dúctil hilo que sondea él
éter, como el pescador que trasiega en aguas oscuras en espera de un tesoro en
que ni él cree, pero que a pesar de ello le mantiene erguido, aun sin resuello;
digno, aun sin aprecio en si mismo; limpio, aun en el fango de su desdicha.
Y un día,
el hilo se tensa, entonces se hace grande, y perplejo te acerca a tu orilla un
pequeño candil. Fue así como en aquella fría tarde de enero, entre las sombras
de su pequeño reino de escayola, mimbre y estera, Arian conoció a aquel ángel
blanco surgido del norte, de las tierras de murallas milenarias, de los montes
alfombrados de abedules y de los acantilados espumados, altivos como
catedrales.
Sintió de
pronto que estaba allí, sintió que él la abrigaba y que la daba calor. Sintió
un corazón y un latido. Nada dejaba ver tan solo un hilo de cobre, y tanto
dejaba sentir un sencillo hilo de cobre.
Basto
sentir su mirada en cada palabra, tan solo basto la complicidad de un espacio,
una risa o un silencio para recordar la vida, a quien pensaba que la había
perdido, y le seria esquiva para siempre. Confió en él sin tenerle y volvió a
sonreír.
Bastó
contemplar su sonrisa, solo bastó tener su mirada y su voz silenciosa. Hasta
que el miedo atenazó sus dedos, aquellos frágiles dedos que cada noche
enlazaban las palabras que abrían su alma a aquel hombre, sentado al final de
un sencillo hilo de cobre.
Nunca dudo
de su ángel, ni cuestionó la firmeza del camino que alumbraba su candil. Pero
siempre desconfió de si misma. Hundida en calendas de soledad, Arian nunca
superó el terror de llevar su desdicha a otro hombre.
Y entre olas
en el rostro rompió el hilo, perforó su barca, arrancó su orilla y se adentró
en el mar para siempre, presa entre su miedo y sus letras, reducida a sus asuntos, sin alma
ni ojos, con su mente entregada al cielo, y el soslayo perdido en su ángel.
Algo nos
ocurre cuando no somos capaces de vencer nuestros miedos, cuando perdemos con
tanta facilidad nuestra capacidad innata para comunicarnos y vivir, y vivir
junto al calor de los otros.
Pero
también algo ocurre cuando la desconfianza de los demás, cuando las dudas de
los demás hacia nosotros nos hieren y nos aíslan.
Hoy, la red
se ha convertido en el refugio silente de quienes buscan en el anonimato una
palabra, tan solo una palabra de amor, sin poner en juego sus debilidades,
escondidos tras una pantalla, ajenos a la burla a la que están condenados
quienes no cumplen con los cánones estéticos y de conducta a que el mundo de la
imagen nos somete.
A veces
condenados a una palabra errante y a un amor efímero, a veces conducidos a un
cielo con nombre de ángel, aunque huyamos de él, abrazadas por una torva
soledad.
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