Decía mi
profesor de filosofía en el instituto, que el hombre solo despliega su nombre,
y perfuma el aire con su alma, cuando respira en sociedad.
Pero, que
fácil es ahogarse en tales circunstancias. Dejando al margen la afilada arista
política del asunto, el caso del espionaje múltiple, incierto y confuso que vivió
hace 9 años la Comunidad
de Madrid y cuya investigación quieren reabrir ahora algunos partidos, nos
muestra un lado más perverso y desasosegante de las relaciones humanas.
¿Por qué
alguien busca averiguar de otro aquello que solo puede alcanzar mediante un
ardid?.
Para
destruir a quien ya no posee nuestra confianza.
Al margen
de las palabras míticas de Adenauer, que clasificaba la oposición en contrarios,
enemigos y compañeros de partido, a menudo se nos olvida que los políticos no
son gestores, no son meros administradores. De ahí lo denostado de los
gobiernos tecnócratas. Son, o así querían los griegos que fuesen, líderes, en
lo vital y en lo moral.
No es lo
malo que un partido que gobierna un territorio no se fíe de sus propios
miembros, y por eso les espía, de lo que se deduce que la labor de equipo no
existe y que entre sus prioridades de esfuerzo y tiempo no esta el ciudadano si
no el poder, lo malo, lo perverso del asunto es que quien decide nuestra vida
(que estudiamos, como podemos obtener una beca, culminar un viaje en avión,
protegernos de un incendio o una enfermedad o cuanto nos costará abrir un
negocio) considera correcto buscar con nuestro dinero las debilidades del
contrario para destruirle, en lugar de aprovechar las ideas del otro para,
juntos, mejorar nuestra vida.
Y eso dicen
que pasó en Madrid, ocurrió en las elecciones americanas y está pasando en
cuanto lugares existan.
Con todo
ello, la idea que se transmite desde el poder es la primacía de la violencia y
la destrucción del adversario, en lugar de buscar sinergias entre todos.
No hace
mucho, tras visitar la
Albericia , recalé a oír misa en su parroquia, un sitio
peculiar donde no esperaba encontrar una iglesia llena de parroquianos mayores
de aspecto tradicional, frente a los que se yergue algo parecido a un tele
predicador.
Un buen
tipo. Claro, contundente, pero muy americano en las formas. La verdad es que
menos el coro de godspell, parece salido de una escena de “Sister act”. Pero aquel
día dio en el clavo.
Me abrió
los ojos sobre mi escrito.”Hay dos tipos de autoridad”, espeto en la homilía.
“La que emana de la fuerza, y la que emana de la moral, el ejemplo de justicia
y la coherencia de nuestros actos”. Estuve por grabarle y mandarle el podcast a
Espe y al gobierno catalán.
Hace unos
días una mujer sufrió un intento de agresión en plena vía pública. Cuando la
mujer se daba por muerta dos hombres intervinieron salvándola del agresor. La
segunda parte es imaginable. Se les propone en una medalla, salen en todos los
medios habidos y por haber y se les encumbra a la categoría de ejemplo
ciudadano. Hasta que … el gran ojo que todo lo ve descubre que Wilson, uno de
los supuestos salvadores, tiene antecedentes por maltrato. Rápidamente, los
medios, y hasta el propio gobierno catalán escudriñan hasta la última esquina
para sacar a la luz toda la porquería de este hombre. De nada vale su acción,
su gesto.
De nada
sirve que pueda ahora redimir su culpa pasada. Ese estigma es ya imborrable, y
de nuevo la información sirve para destruir, en lugar de para formar.
Y es que en
una país donde morir a manos de un hombre se ha convertido en un hábito que
lleva incluso a que exista una sección fija de violencia contra la mujer, hemos
perdido una buena oportunidad de loar la redención de un hombre, de mostrar su
viaje hacia el otro lado de la vida, ese claro y lleno de luz, donde en
sociedad descubrimos que vivimos mejor, que destruyendo al enemigo. Ahora se
dice que los maltratadores nunca cambian, que quien es violento lo es para
siempre. Así que debemos concluir que la reinserción no existe, que la justicia
solo sirve para castigar, nunca para enmendar, y que los espías tienen razón.
Al que no podamos controlar, es preciso destruirle, buscar su punto débil y
sembrar su final.
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