Tiempo ha
que vivía cerca de Villabona, en Cizurkil, Maider Ansuabarrena, en una pequeña
casa cercana a la imponente iglesia de San Millán. Tan imponente, que su
inmenso tejado, rara vez impedía ver el cielo en medio de la liturgia. Jon, el
marido de Maider, trabajaba en la papelera de Oria, criaba ganado, y aun le
sobraba tiempo para dedicarse a arreglos de obra como albañil.
Su pericia
hacia que el consistorio, y más aun el cura párroco, don Ginés, le encargarán
reparaciones y retejos. Habilidoso en el dibujo, Jon preparaba cada invierno,
con mimo, los arreglos a los que se dedicaría con fruición en verano, para
dejar su iglesia lista y defendida, ante el ataque del granizo. Le conocí de viejo,
y aun entonces, encaramado a su bastón, oteaba el calendario, para predecir
necesidades y hacer acopio de recursos. Hasta su muerte, a las crías que
recorrían las calles de Cizurkil, siempre las dedicaba un piropo, una caricia
en forma de mirada y un consejo de guipuzcoano veterano, “de un doce cañones”,
como él decía. “Repasa bien el tejado, que en invierno no se sube, o quebrarás
la teja”.
Queria hoy
reflexionar con vosotros en nuestra charla hablinesa sobre los planes energéticos de España, y me
ha venido a la mente las palabras de Jon, ahora que estamos en pleno invierno,
y el tejado precisa arreglos.
Hace unos meses
(antes de su huida) vi por el canal internacional una declaración del ministro
de industria español, José Manuel Soria, con sus típicos balbuceos, nervioso y
deambulando entre papeles, en su enésimo enfrentamiento con eléctricas,
petroleras y canarios.
“Somos un
país con gran dependencia energética”, espeto en varias ocasiones, como otros
miembros del gobierno habían hecho primero, en esas letanías que en los
gobiernos todos deben aprender cuando pintan bastos. Y es cierto, somos
dependientes de la energía. Y del cobre, y de los chips de ordenador, y del
azúcar, y del cacao y de los repuestos industriales y hasta de las pilas de
botón. Eso resulta obvio y razonable, y cualquier estudiante de economía lo
sabría razonar con vigor. Las economías modernas están especializadas y son
dependientes de los mercados en amplios sectores. Hecho intrascendente si con
esos recursos que obtenemos del exterior somos capaces de generar productos y
servicios con un mayor valor añadido. Pero no es el caso. Luego el problema no
es la dependencia energética, sino nuestra baja competitividad. Asociada a
decenas de factores, entre ellos el escaso desarrollo tecnológico, la
dependencia de sectores arruinados como la construcción, o de otros casi al
límite, como el turismo. Una competitividad mejorable si hiciéramos algo
efectivo (más allá de creer en los reyes magos) para rescatar del paro a
millones de españoles.
El problema
energético español es antiguo y preocupante, aunque ahora, con precios del
petróleo bajos y las eléctricas escondidas, hemos arrinconado el debate.
Depender
energéticamente de otros países no es un drama, y pocos estados evitan esa
carga. El problema es no depender según las reglas del mercado, sino hacerlo
del abastecimiento de países dictatoriales que mantienen un oligopolio ajeno a
toda lógica económica. Países absurdos, como ahora denuncian sus ciudadanos que
han convertido su energía en un capricho, un medio de enriquecimiento de un
grupo de poder y en una herramienta política. Y todo eso con el necesario
concurso de Occidente. Ese es nuestro problema, la fragilidad de un mercado
internacional, que no es tal y que lo mismo que ahora nos alivia, en unos meses
nos masacrará.
Repasando
hemerotecas he comprobado que el inefable ministro de Zapatero, Miguel Sebastián ya abordó en 2008 un plan de
emergencia energética compuesto de más de ochenta medidas, de las cuales
apenas, tras presentarse a bombo y platillo, se pusieron en práctica la mitad.
Algo parecido a la ley de economía sostenible, que tras abarcar cuestiones tan
variadas como los itinerarios de secundaria o la recompra de coches a los
concesionarios, poca más recorrido tuvo.
Hay quien
argumenta que las últimas legislaturas han demostrado cierta agilidad para
paliar los problemas de los ciudadanos (como el confuso sistema de cálculo del
precio de kilowatio impuesto por el gobierno tras las subastas suspendidas hace
unos años). Otros explican que todas las medidas de los últimos veinte años son
medidas erráticas y sin horizonte. Lo cierto es que ninguno de los cuatro
últimos presidentes del gobierno han dado muestras de la madurez suficiente
para aunar sus esfuerzos en la construcción de una economía sostenible y social
a cuarenta o cincuenta años vista. Ninguno.
Desde hace
algunos años, ciudades españolas como Gasteiz desarrollan programas de
eficiencia energética. Pero eso no responde a un plan, solo son iniciativas
individuales.
Iniciativas
que se desarrollan, como la limitación de velocidad en autopistas, en un país
donde, según el RACE, el 50% de los desplazamientos en automóvil son urbanos y
de menos de 3
kilómetros . En un país donde el 25% del derroche
energético no es por los automóviles o sus ruedas, como nos dicen ahora, sino
por el mal aislamiento y gestión de los hogares (esos que nunca han tenido un
plan renove hasta el que empieza ahora), y en un país donde ahora resulta que
parte de la comunidad científica afirma que las bombillas de bajo consumo
afectan al sistema nervioso.
Estos días,
en medio de un escándalo de corrupción en la línea Alicante Valencia, se ha
estimado en más de treinta y cinco años, los necesarios para recuperar con su
ahorro, los costes energéticos de construir nuestras líneas de AVE. La razón es
sencilla, los trenes de alta velocidad son eléctricos, con lo que ahorraremos
emisiones y gasto de petróleo en transportes alternativos (automóvil o avión),
pero es que España tiene una de las tasas más altas de Europa en generación de
electricidad vía quema de petróleo o carbón, con lo que el petróleo que
ahorramos en los coches lo gastamos en las centrales, y así el ahorro es bajo,
es lento. Ese panorama sería distinto si hubiésemos apostado hace tiempo por
las renovables, y hubiéramos mantenido la apuesta, y de una manera razonable,
sin primas fuera de lo normal.
Algo
parecido ocurre con la construcción salvaje de aeropuertos, la extensión de
líneas áreas low cost subvencionadas por los gobiernos regionales, la
paralización de la producción nuclear o el cese de las subvenciones e
investigaciones en renovables. Y sobre todo eso no se actúa. Y eso es un plan.
Ya sabemos
que ahorrar energía es preciso, que es positivo. Pero no es la base de las
actuaciones de un gobierno, no es un plan sostenible en el tiempo, porque,
ineludiblemente, el crecimiento de la actividad económica y de nuestra sociedad
del bienestar lleva aparejado el crecimiento del consumo de energía. Un
crecimiento razonable y eficiente, por supuesto, pero basado en nuestra
capacidad para generar energía a precios razonables, y a costes medio
ambientales bajos. Y eso no existe, o no esta claro, o no esta coordinado o no
esta pensado, midiendo consecuencias y necesidades futuras.
Pasa en
otros ámbitos de la vida española. El terreno que hoy es edificable, mañana es
dominio público o de costa, con lo que nunca sabes si tu casa será tuya mañana.
Hoy haces FP para así acceder a la universidad tras una formación previa, pero
mañana te piden que hagas selectividad. Hoy te ayudan a cambiar los neumáticos
de tu coche, pero mañana igual cambian el asfalto, para que tenga menos
rozamiento, o prohíben los neumáticos actuales por otros hechos con soja.
Y ahí
radica uno de nuestros problemas como país, en la inseguridad, en el cambio
continuo de criterio, en la falta de continuidad, en no haber diagnosticado
nuestras necesidades y objetivos, en no tener un plan.
Imagen
planetaejecutivo.com
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