Hay días
que cambian una vida y días, como el de hoy, que recuerdan a quienes lo hacen
posible.
Trabajar
dentro de un aula es aceptar ser parte de la magia de intervenir en el
desarrollo de una vida, de muchas vidas, ayudar a crecer, ayudar a descubrir
anhelos, aportar para crear sueños y que otros los vivan.
Quizá
cuando somos jóvenes no somos conscientes de lo importantes que son nuestros
maestros, esas mujeres y hombres que se sientan a tu lado, que te miran de
forma inquisitiva para descubrir que falla para que no seas lo tu quieres y
darte un empujón tan grande que te acerque a tu cielo.
Pero un
maestro no es solo quien tiende su mano a un alumno. Un maestro es todo aquel
que irradia cariño, fuerza, estima, ambición y una fuerza irrefrenable de
construir un mundo mejor a todo aquel que le rodea.
Yo me
acuerdo mucho de mis maestros. De los que, siendo niño, me enseñarón a soñar
sin cerrar los ojos, de quienes me ayudaron a encontrar un mundo en cada libro
y cada palabra. De quienes me empujaron a vivir, con su mano osca y su voz
llena de cariño. De quienes me enseñaron a descubrir la belleza de la Tierra. De quienes me
descubrieron el valor de todas y cada una de las personas.
Pero a
menudo olvidamos que los buenos maestros no siempre nos dan clase dentro de un
aula, ni son mayores que nosotros ni viven solo del rigor académico. A menudo
la vida es más compleja y la fortuna se esconde en nuestros compañeros.
Hace casi
treinta años un cúmulo de casualidades me llevó a las puertas de La Paz , el que hoy es mi colegio.
Todavía recuerdo el primer día, y como a cada paso que daba se extendía una
mano atada a una sonrisa, y siempre con el mismo sonido, “bienvenido, para lo
que necesites, cuenta conmigo”. Yo los veía como lo que siempre han sido, gente
importante, maestros, personas muy superiores a mí, pero ellos me veían solo
como su compañero. Aquel día supe que no podría irme hasta no pagar una deuda,
que sigo sin saldar.
El resto
solo han sido alegrías. Entre aquellos pasillos encontré a los que hoy son mis
mejores amigos, allí encontré a la mujer de mi vida, he visto correr a mis
hijos, he visto a crecer a los de otros sitiéndolos míos, y he aprendido, a cada
instante, de quienes creen que son mis compañeros, pero que son, en realidad,
mis maestros. Esa gente noble y entregada dedicada a ayudar a otros a construir
su vida, para que sea tan grande y feliz como ellos quieran.
Hoy miraba
estas fotos de un curso de formación en Madrid junto a ellos, y he recordado
cuanto hecho en falta a mis maestros. A los que un día me acogieron, me
enseñaron, me arroparon, me siguieron, me apoyaron y me hicieron persona.
Pese a su
esfuerzo, no siempre los buenos maestros consiguen que sus alumnos sean quienes
ellos pretendieron, pero eso nunca es su fracaso, si no el de quienes no
supimos seguir su camino.
Hoy es el
día de dar mil gracias y un perdón a mis maestros. A todos esos maestros con
dos corazones que me enseñaron tanto en La Paz , y al resto de los que intentaron construir
mi vida.
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