Pase mi
infancia en las mismas calles que hoy me siguen viendo crecer. Las mismas que
recorría ansiosa cada cinco de enero, para llegar a tiempo a la calle Becedo, y
mirar embobada la llegada de los Reyes Magos al ayuntamiento, donde todo el
boato del alcalde de turno daba paso a la prédica de sus majestades. Que si
fuéramos obedientes, que si nos debíamos lavar los dientes, que si teníamos que
ser buenos, justos y benéficos. Y siempre agarrada a la mano de mi padre,
siempre allí erguido, con los ojos igual de brillantes que los míos, viendo
aquella ensoñación.
Mi casa fue
siempre un hervidero cada cinco de diciembre. Mis padres se esforzaban, como si
les fuera la vida, en crear en nuestra casa un ambiente mágico, una espera
ansiosa e ilusionada ante la llegada de los Reyes. Todos aprendimos, con el
paso de los años, que al enfilar nuestra calle, los camellos reales ya iban
cortos de equipaje, y que no cabía esperar demasiado, pero, aun así, aquellos
días previos eran los mejores del año.
Días de
cuchicheos, de misterios, de bolsas bajo las camas, de miradas cómplices. Cada
noche de reyes mi padre, mis hermanos y yo hacíamos la cena, liberando a mi
madre de una de sus cargas. Tras ella, el rito del preparativo real. El cubo de
agua para los camellos, y la cesta de pan duro. Las tres copas de licor, la
cafetera humeante, el turrón en su bandeja y las servilletas de domingo. Y a su
vera los cinco zapatos, el primero el de Andrés, el centro de nuestra vida,
nuestro cuarto rey, y no solo en estas fechas.
Mi hermano
pequeño llegó tarde a la familia, y a punto estuvo de no llegar. Recuerdo
cuando el médico de la
Residencia Cantabria , otro cinco de enero, les contó a mis
padres que su hijo había nacido con Down. Mi madre mordió sus labios y cerró
los ojos, aguantando el dolor, mientras mi padre subía pausado a la planta
superior. No cejó hasta que las enfermeras le permitieron apretarle entre sus
brazos. Recuerdo como mientras le besaba la cabeza, y ante mi gesto de
frustración me miró con una sonrisa melancólica, “mira María, los Reyes nos han
traído el mejor regalo del mundo”.
Andrés
comenzó a crecer, y muy pronto me di cuenta de la razón que escondían aquellas
palabras. Hoy se que soy afortunada. Lo supe aquella noche de enero cuando
Andrés apenas contaba cuatro años, cuando como un relámpago se metió en mi cama
muy adentrada la noche, y mientras me tapaba la boca me explicaba, “María, han
venido, he oído un ruido, y al salir de la habitación he visto fugaz una capa
doblar el pasillo”.
Cada cinco
de enero, el día de su cumple, el se encarga de ir a por el rosco, y siempre
metiendo prisa, que aunque quieran darle un beso, y un achuchón, y unos
caramelos, el va volado por el viento, y con la misma frase en la boca, “me voy
que ya llegan los Reyes”. Y todo para llegar a Becedo a tiempo, como cuando yo
era una cría, solo que ahora la mano apretada es la mía, empuñada por esa
febril ilusión con que nos contagia a todos.
Estos días
ver a gente solidaria implicada en la causa de estos niños me ha traído a la
memoria estos quince años junto a mi hermano. Años en los que tantas gracias doy
a Dios, por estar junto a Andrés.
Hoy necesitaba
emplear estas líneas para dar las gracias. Gracias a las chicas del super, a mi
panadero, a los del bus de mi calle, a Chus el ferretero, a Toñi, a Julio, el
de la limpieza, a la señora del kiosco, a Bran, a Miky, a Lola, a mi pescadero,
a Guardiola. A todos aquellos que a cada instante le dan un beso a todos los
andreses del mundo, a la gente que hace de su vida un abrazo inmenso que
arropa, arrulla y acoge a estos niños, haciendo cada instante de su vida una
gota de felicidad, una gota más pequeña que la que ellos nos dan.
Hoy
necesito dar gracias a los Reyes, por poner entre nosotros a tanta gente con
conciencia y alma, a vecinos, a voluntarios, a personas sencillas que dedican
su tiempo a los demás, que hacen lo que otros con tanto o más poder abandonan,
porque no les da rédito. Hoy necesito dar gracias por haber encontrado en sus
besos, el mejor regalo del mundo.
Imagen
calendario Talita
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