Jueves 5, el
aire es tibio a ratos. Una desaforada turba arrasa cual marabunta las tiendas
de todo tipo y lugar. Es una tarde, se dice, de ilusiones, de magia y de
entrega a los demás. Pero solo es una febril y alocada compra. Como posesos,
los viandantes asaltan las tiendas en busca de aquello que barato y efectista
salve nuestras obligaciones, deudas y cargas sociales. Nada queda, o muy poco,
de ese espíritu de honra al que recibe, de ese deseo de transmitir en un objeto
cuanto amor, deseo y agradecimiento ha cultivado el año en cada uno.
Empujones,
filas, nervios y bolsas que golpean con sus picos nuestras carnes tensionadas.
Se acerca la hora, acecha el cierre, y el incienso y el olor a piel de camello
se intuye, en una sombra carnavalesca que se cierne sobre la arteria comercial
de la ciudad. Bajo la lluvia, los coloristas adornos navideños iluminan la
mayor tienda del mundo, mi ciudad. Es preciso comprar, es necesario mantener
viva la rueda de la producción, alimentar decenas de contenedores hambrientos
de envoltorios, lazos y cintas. Caminamos hacia fuera del rumor de los cajeros,
los cierres de las carteras y los enfados de quienes no han logrado obtener la
presa ansiada, hasta que entre las calles más oscuras, más lejanas y más
olvidadas, el ruido de la navidad se apaga.
Soslayando
el frío Saúl se acerca a casa, cada vez más a la espalda de la tienda de
Maribel. Veinte años de camarero no le han librado del despido, que los tiempos
son malos, y la parte más débil de la cuerda es él. Hace frío y Saúl esconde
las manos en el tabardo que le cobija, escudriñando con los dedos el pequeño
paquete que ha comprado en la tienda de Maribel. Una exigua ayuda de parado y
algunas tareas de costura de María, su compañera, apenas pagan lo que precisan,
y junto a ellos su hijo de quince. Pero rebuscando en la miseria, ha encontrado
doce euros para un anillo de colores apagados.
Se cruza
con gentes que airean su dinero, con paquetes inmensos y derroches decorados
con cintas y campanitas. Algunos anuncios, de esos que te exigen gastar sin
cuento, y muchas risas y enfados, que por algo es navidad. Camina gacho, para
evitar que se escape el calor de su cuerpo, con los dedos atrapando su pequeño
anillo. Pocos hombres pueden presumir esa tarde de portar algo tan valioso,
mientras el corazón le palpita pensado que en unas horas olvidará su mal hado y
mirará con ojos inquietos a María desentrañar su pequeño paquete, mientras la
susurrará “te quiero, gracias por una vida pegada a ti”.
No me
imagino que habrá pasado por su cabeza en esos días de alocada compra, en los
que tener se asocia sin vergüenza ni pudor a ser. No se que habrá sentido a
cada instante Saúl, convicto de pobre, menoscabado en su hombría por no poder
sembrar de regalos su salón, tenuemente decorado.
Pasó el
día. Reyes no ha traído más esperanza ni doblones, solo una lágrima de María,
reconfortada en el pequeño tesoro que aquella mañana de reyes, sin rosco, pero
con artesanales tostadas, la recordó que a los ojos del gentío no es nada,
escasa de compra como está, pero para él lo es todo, tanto, que es el cielo.
Ha llegado
la tarde, y con ella el final del día. Cae un aire blanco sobre la ciudad.
Entre cristales ve caminar a quienes portan lo que él no ha podido dar a los
suyos. Y sin descanso pregunta la causa de su miseria y su destino. Y tan solo
Lope, en sus versos, le da respuesta
“Hermosa
Parca, blandamente fiera,
dueña del
hilo de mi cortada vida,
en cuya
bella mano vive asida
la rueca de
oro y la mortal tijera”
Imagen Diego
Bardone
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