Tengo un
amigo que se llama Julián. Moreno bruñido, con la piel tensa y lacerada por el
sol de Liencres, el pelo enrarecido por la sal del aire y los labios
entrecortados por el sol de los arenales. Julián es de ingenieros, y es de las
olas.
Le conocí
cuando apenas tenía 14 años, en una clase de historia y hemos compartido
durante estos años, como tantos que fueron mis niños, escuchos, lágrimas, apretones
de manos y lienzos de alegría, como solo la escuela sabe crear.
Solo ve por
los ojos de Sonia, otra de mis niñas, y ahora aguerrida estudiante en la
sisitia de Valdecilla de la que forma parte, junto a muchas futuras enfermeras,
cual efeba espartanas.
Hace un año
Julián dejó de dormir. Traspapeló el sueño, en esa vorágine de noches de
estudio, proyectos, dibujos y alguna fiesta. Pero cuando la vida volvió a su
cauce y el verano le salpicó la piel, el sueño no volvió. Tras acudir a
consulta, la rutina se hizo carne. “Zolpidem 10mg”, le dijo su médica de
familia, sin apenas mover los ojos del ordenador, que todo debe quedar bien
anotado y la burocracia debe ser alimentada. En agosto ha vuelto.
Solo duerme
con pastillas, algo, unas cinco horas, hasta que el duermevela le atrapa. Sufre
fuertes presiones en la cabeza, temblores esporádicos en las dos manos,
perdidas de memoria y ansiedad, una opresiva ansiedad, al tiempo que sus veinte
años han quedado atrapados en una profunda tristeza, pergeñada de un aire de
permanente apatía, de una mirada lejana, de un corazón a medio gas.
Su médica
esta vez le ha mirado, y al decir de Sonia, con preocupación. En estos tiempos
de tribulación, en que todo se hace deprisa y las exigencias son muchas,
cualquiera puede estar deprimido, y un bajón queda al alcance de las mentes más
fuertes y de los corazones más queridos. Pero ocurre algo más. Y él lo sabe.
“Se que me estoy alejando de todo, y que me deslizo hacia una cárcel, pero no
puedo controlar mis emociones, y cada vez me siento más abajo, más oscuro, más
en el infierno”, me contaba el martes, acurrucado en una silla de un aula vacía,
cuando las clases habían acabado, como un lobo herido, como un niño asustado.
Su médica
intuye que hay aquí algo más que un brote de melancolía, o un toque de
cansancio adolescente. Tras unas sencillas pruebas, la segunda visita, la de
agosto, acabo despachándole al especialista, tras un lacónico, “En esa cabeza
tuya, hay algo más que tristeza, tiene que verte un neurólogo urgentemente”.
¿Urgentemente?, el 17 de noviembre. Tres meses de espera para que el neurólogo
hable con él, le haga una exploración preliminar y le de salida a un listado
angustioso de pruebas, porque, lo ve cualquier iniciado, Julián y sus veinte
años, tienen algo, y no es bueno.
Pero las
cosas no pueden ir más deprisa. No hay dinero, no hay medios suficientes y las
consultas de especialidad están saturadas. Esta tarde hablaba con él por
teléfono. No quería preocupar a Sonia, porque no sabia donde y cuando había
quedado con ella, y necesitaba de mi complicidad para enmascarar esa lenta
caída al infierno que él ve en primera fila. Y mientras le escuchaba, miraba de
soslayo las páginas centrales del País, donde, a doble página, se analizaba como,
anticipando en Grecia nuestro futuro, una de las grandes multinacionales
farmacéuticas, ha elevado sobre España el tajo de verdugo de la falta de
aprovisionamiento. Cinco mil millones deben los hospitales públicos, solo a esa
multinacional. En la lista, y entre los peores pagadoras, Cantabria, Castilla
León, Murcia y Valencia. Un síntoma de la sinceridad y buena voluntad de los
que critican a eso que, absurdamente, llamamos gobierno.
Y ahí está
el destino de Julián. El diagnóstico, el tratamiento y la atención que precisa
quedan cuestionados por una administración mal administrada, que incapaz de
asumir sus rutinas, solventar sus luchas partidarias y sus exigencias macro
económicas no se sabe que va a poder hacer ante algo tan extraordinario.
Al final,
el sistema hasta funcionará, pero solo por la entrega y el decoro de
profesionales impecables, que dedican su vida a hacer su trabajo, y tapar las
miserias de quienes, sin bata blanca, verde o azul, dedican su vida a poner en
riesgo las de los demás.
Una vez, no
hace tanto, atravesé con dificultades los pasillos de cierta consejeria, presas
de una jungla de cajas, repletas de trípticos, libros de encargo, regalos
envueltos para invitados y compromisos y otros objetos inservibles, caramente
encargados para el merchandising de la administración regional. Ello, unos días
después de que un empresario regional refiriera escandalizado como un alto
cargo gubernamental había encargado, de cara a unas elecciones
autonómicas tres veces más de las papeletas y sobres necesarios para los
comicios, ante la incredulidad de algunos proveedores y la satisfacción del
empleado público, que ya echaba cuentas de lo que le tocaría, como entre tantos
otros trapicheos cotidianos que nuestros servidores públicos han consumado, y
nosotros, con nuestra desidia, hemos permitido.
Pues entre
esas cajas y esos sobres esta ahora la vida de Julián. Y las de muchos otros,
presa de quienes creíamos que eran ladrones, y quizá solo eran asesinos.
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