Acabado el
sábado estuve solo, que también la vida se toma pausas, y se enfada, y se
oculta. Pero aunque a veces no encuentre palabras sigue ahí, acurrucada en un
rincón, esperando que el mundo borre una frase, y te levante del suelo, y te de
cobijo en su pecho.
Ocupe mi
tiempo en un libro de Juan Eduardo Zúñiga que me habían recomendado. “Escúchate
en él”, me habían dicho. Un libro que desprende algo más que una sola voz. Es
un conjunto de relatos breves, enigmáticos, inquietantes, a veces lacerantes.
Relatos que hablan de maestros que descubren que su labor no vale nada, de
hombres que buscan en su derredor una misericordia que no encuentran, de gentes
que te rodean como una manada y que almacenan un odio del que nadie sabe su
origen, de palabras que calman, de palabras que buscan, de palabras que crean,
de palabras que hieren.
Entre todos
ellos llamó más mi atención la historia del campanero de San Sebastián. Es la
fábula de un hombre que se hizo cargo del cuidado de una vieja iglesia, tañendo
cada día sus campanas, hasta que descubrió que aquel trasiego constante de
subir y bajar escaleras era demasiada carga para sus huesos, quizá envejecidos,
o quizá tan solo acomodados. Preso de esa duda, el campanero decidió finalmente
quedarse a vivir en lo alto de la torre, y desde allí cada día voltear las
campanas. Su vida se completaba con la visita diaria de una anciana del lugar
que, a la vista del hecho, había decidido ayudar en su misión a aquel hombre, llevándole
en cada jornada el alimento.
En uno de
esos días, la anciana, que le había llevado vino junto al resto de viandas,
compartió con el hombre la comida y, quizá por efecto del zumo fermentado,
entonó una canción misteriosa, que tonaba de hombres y mujeres que se buscan,
de gentes que se pierden, de personas que deben vivir juntas y construir a
medias, y que se empeñan en separarse, y odiarse, y malherirse.
La rima
dejó al hombre profundamente perturbado, así que al caer la noche tomó la
decisión de descender de su retiro y buscar, no sabemos con que intención, a la
anciana. Mientras descendía por la escalera, en uno de sus rellanos, aquel
hombre quedó pálido y paralizado ante una imagen de San Sebastián, abierto en
carnes por las flechas de sus martirizadores, que le mostraba, en realidad,
cuan profundas eran las heridas que él mismo escondía fruto del absurdo
abandono de su vida, en aquella misión estéril de custodiar las campanas, y por
el ensordecedor ruido de aquella torre que le había dejado sordo, ausente de la
vida real que le rodeaba. El hombre, tomando conciencia de su error abandonó aquella
misma noche la iglesia, en busca de si mismo.
Cerré el
libro con la mirada pérdida y los oídos cerrados, presos de mis pensamientos,
hasta que un grito seco y la furibunda frase que le seguía me rescató de mis
pesadillas. Al fondo de la estancia, frente a mi, permanecía encendido el
televisor sintonizando una cadena nacional, en la que Eduardo Inda (el agresivo
ex subdirector de El Mundo) y algunos más, peleaban verbo en mano y piedra en
ristre, contra un hombre revestido de morado y con aire de melancólico mesías
de la izquierda), junto a otros tantos pergeñados de igual armamento. Cada uno
en su campanario, con los oídos sangrantes entre el fragor de su campana,
llamando a lo alto de su torre a más fieles, para hacer acopio de huestes,
sordas e ignorantes, pero contribuyentes al mismo odio común, y al vociferio
preciso para acallar la razón y la convivencia.
No fui
capaz de entender de qué hablaban, ni por que el hombre que se erguía en el
centro, el economista Juan Torre, arrepentido de haber acabado entre aquella
fauna, decidió girar sobre sus pasos, y con un lacónico desprecio apartarse de
aquellos hombres y salir de escena.
El debate
era sobre economía y sobre el sufrimiento de la gente a la que aquella abandona,
pero tras la huida de Juan se torno en una agria discusión (que seguiría más
tarde en redes y medios) sobre la manera en que las palabras irresponsables
conducen a la agente al odio, la visceralidad y la crispación.
Gritaban
sobre como las palabras, mal dichas o peor pensadas pueden incendiar una
convivencia o un país. Como las palabras, como cuchillos, pueden ser las
culpables de conductas, agresiones, enfrentamientos, descalificaciones, odios y
descarne de vidas inocentes, como cada día vemos en tantas empresas, en tantas
casas, en tantos gobiernos, sobre indefensos mancillados y abandonados.
Y tenían
razón. Cuantos campanarios absurdos nos obsesionan, cuantas campanas no nos
dejan oír y que pocas personas (sobre todo empresarios, políticos y periodistas)
no se han bajado aun del campanario.
Imagen
lasexta.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario