La sangre volvió a teñir de luto las cuencas asturianas. En marzo de 2025 una explosión en la mina de Zarréu (a veces escrita Zarreu) segó la vida de cinco trabajadores y dejó a otros heridos; las inspecciones posteriores hallaron indicios de extracción no autorizada en niveles donde la empresa solo tenía permiso para labores de recuperación, y las autoridades abrieron una investigación por posibles irregularidades administrativas y de seguridad. Ese episodio dejó heridas abiertas en la memoria colectiva: no era un accidente “fortuito”, sino la suma —posible— de permisos mal aplicados, control deficiente y riesgos clásicos de la minería subterránea como el grisú.
Pocos meses después, otro derrumbe en la explotación de Vega de Rengos, en Cangas del Narcea, volvió a confirmar que la normalidad en el soterrado es frágil. Equipos de salvamento, bomberos y la Brigada de Salvamento Minero fueron movilizados para rescatar a trabajadores atrapados más de un kilómetro del acceso; el balance provisional fue trágico: varios fallecidos y desaparecidos mientras la investigación trata de cerrar la secuencia de fallos que condujo al hundimiento. Estos siniestros, en cadena, ponen de manifiesto que la actividad extractiva en Asturias sigue siendo una industria de alto riesgo y que las promesas formales sobre controles no siempre se traducen en condiciones seguras en el interior de las minas.
¿Por qué, si las cumbres climáticas y buena parte de la política energética europea recomiendan dejar el carbón, se sigue explotando? La respuesta es incómoda y compleja: por una mezcla de intereses económicos locales, contratos pendientes, necesidad de empleo en zonas con escasas alternativas y, en ocasiones, lagunas regulatorias. A nivel nacional la contribución del carbón al sistema eléctrico ha caído drásticamente (en 2024 rondó el 1% de la electricidad en España), pero eso no borra la realidad local: empresas buscan rentabilizar concesiones, algunos proyectos se “reactivan” en pequeñas explotaciones y hay demanda internacional de carbón en ciertos mercados. Además, los procesos de desmantelamiento y transición requieren planes de reconversión y recursos que no siempre llegan con la rapidez necesaria a comarcas que dependen del pozo o del tajo. El resultado es una coexistencia absurda: discursos climáticos por un lado y extracción modal por otro.
¿Hay suficientes medidas de seguridad? En la práctica, los fallos recurrentes indican que no. Los informes de inspección tras Zarréu apuntaron a actividad no autorizada y condiciones peligrosas en niveles examinados; sindicatos y organizaciones de la industria han exigido investigaciones rigurosas y refuerzos de la prevención tras Vega de Rengos. Cuando las empresas operan en márgenes reducidos o en situaciones de incertidumbre sobre el futuro del sector, suelen recortarse costes —y la seguridad sufre— si los controles externos no son robustos. La contrastada presencia de grisú, la complejidad de la ventilación subterránea y la experiencia de los mineros muestran que la seguridad no es solo regulación: es inversión continua y supervisión independiente.
Cerrar minas no es una solución mágica; sus consecuencias sociales y económicas son profundas. Asturias ha vivido décadas de reconversión: miles de prejubilaciones y paquetes sociales amortiguaron el golpe para algunos, pero quedaron fuera cientos de trabajadores de contratas y subcontratas. Un cierre abrupto puede elevar el paro local, encarecer la despoblación rural y dejar economías enteras sin tejido productivo. Estudios y análisis regionales advertían que el cierre de las explotaciones podría afectar a miles de puestos directos e inducir multiplicadores negativos en las comarcas. La alternativa exitosa ha de combinar formación, inversiones en energías renovables y proyectos industriales localizados para que el apagón del carbón no signifique la pena de muerte económica para las familias del valle.
Queda, finalmente, un juicio moral y político: sostener un modelo extractivo que mata trabajadores y acelera la crisis climática es insostenible. La gestión pública debe ser implacable en exigir responsabilidades cuando aparecen indicios de explotación ilegal o incumplimiento de seguridad; al mismo tiempo, el Estado y las comunidades han de garantizar transiciones dignas. No basta con decretos ni comunicados: hacen falta inspecciones eficaces, sanciones ejemplares, recursos para la prevención y un mapa de reindustrialización serio para que las viejas cuencas no queden condenadas ni al humo del pasado ni al abandono del futuro.

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