sábado, 29 de noviembre de 2014

Caddy Adzuba y el drama humano



No he sabido contener el llanto ante el intenso, profundo y doloroso discurso de la periodista congoleña Caddy Adzuba en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias. Un dramático alegato contra los crímenes sistemáticos que sufren las mujeres en medio mundo. Pero no ha pasado nada. La vida ha seguido. Un latigazo seco en forma de palabras y volvemos a lo cotidiano, Bankia, el Madrid-Barcelona o los amores de isabelita.

Y es que el drama es una mercancía esencial en el mundo en que vivimos, y lo es porque contiene un irrechazable atractivo para todos nosotros. Quizá nos gusta porque en el fondo no somos más que los animales de la cúspide del sistema, pero animales al fin.

Con ese morbo que envuelve todo lo humano, nos recuerda lo incontrolable de nuestras vidas, y los retos que el mundo nos presenta, como un salvavidas que nos aleja de la rutina y el tedio. Crímenes, desastres naturales, secuestros, desapariciones misteriosas o tragedias sin cuento, nos hacen temblar mientras retuercen nuestro corazón y nuestras tripas, en una buscada descarga de adrenalina, del mismo tipo que la que pagamos en un parque temático. Es una sacudida en la que buscamos ansiosamente recordarnos que estamos vivos, que no somos parte de una maquinaria prefijada, si no sujetos al albur de no sabemos qué destino incierto que, quizá, quien sabe, nos aleje a nosotros del drama y nos acerque a la gloria al colocarnos ante los focos y la mirada de todos, aun cuando, es lo más probable, solo nos convertirá en espectadores de la trágica, y a veces envidiada, vistosa y contemplada tragedia de otro. Para muchos es un juego que nos asoma a lo más oscuro de la condición humana, nos abre la compuerta de lo censurado por un instante, y entre las tinieblas de agresiones sexuales, venganzas o robos, enciende la luz del alma amable de la humanidad, centelleada en solidaridad, entrega o generosidad.

Decía el psicoanalista Samuel Lepastier que esos grandes dramas que los medios nos acercan cada día a la hora del noticiario son hoy un acto imprescindible para contrapesar las miserias de sociedades humanas, en las que se han diluido las relaciones interpersonales hasta límites alarmantes. La muerte provocada por un volcán, el asesinato vil de una niña, o el abuso sobre decenas de familias humildes de un capitalista sin escrúpulos son útiles para unir a los grupos humanos frente a un enemigo humano y común. Son actos concertados en los que el hombre alivia su sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad al sentirse parte de un todo unido por un sentir común. Son experiencias emocionales compartidas que, incluso, llegan a ser revulsivos para cambios importantes del orden de las cosas, en el nivel emocional, en el de los comportamientos o incluso en el de las leyes.

Claro que el instinto tira, y no siempre la propensión a admirar el drama es tan loable. Escribía, no hace mucho, Jean-Pierre Winter, que en el fondo, esa pasión por presenciar el crimen, tan visible en los remolinos de gente que sobrevuelan un suceso en cualquiera de nuestras calles, tiene una explicación, generalmente más inquietante. Y es que a fin de cuentas, nuestra irrefrenable tendencia a la vida colectiva, impone ciertos peajes. Uno de ellos, la renuncia impuesta a pasiones como violar, matar o plasmar la ambición o la venganza en un acto infame. Pues bien, que mejor que saciar ese instinto reprimido en la vida de otro. Mucho menos arriesgado, qué duda cabe. Y es que no podemos negarlo, en la edificación de nuestra personalidad, en la de cada uno de nosotros hay una dolorosa renuncia a las pulsiones que nos vinculan al reino animal del que, no se olvide, procedemos. De ahí nuestra pasión por conocer y degustar lo prohibido o matar o destruir, aunque solo sea en un videojuego. Bien es cierto que hemos construido, durante generaciones, y con mucho mimo, auténticos diques emocionales, morales y sociales contra esas tendencias destructivas para el tejido social. Diques llamados educación, cultura o valores ciudadanos. En el fondo mentiras que pocos creen, y que, cuando se conculcan, vivimos con gozo en los actos que los más osados, inconscientes o valerosos se atreven a ejecutar, desafiando el corral de normas que hemos tejido con suma paciencia. Y, aun más, nos satisface el drama, más allá de su contemplación como un alter ego, por aliviarnos ante la constatación de que nosotros hemos dominado esa bestia que nos habita, y que otros, más débiles, claro, no han podido domesticar. Esa famosa frase de “yo no soy así”.

Nos fascina que otros humanos, semejantes y próximos conviertan en tangible , en un acto furtivo e inesperado todos nuestros fantasmas escondidos, a la vez que, como suele recordar Serge Garde, nos acercan a una necesaria reflexión sobre nuestra fragilidad y sobre el limite a nuestra ambición y nuestra soberbia tecnológica, un límite llamado muerte. Una realidad negada u ocultada por la sociedad actual, y sin embargo fija en nosotros, como el foco lucernario de un teatro. Una realidad de la que no nos aleja ni el favor popular ni el dinero, y que nos tranquiliza cuando ataca a los tocados por la fama, al darnos el alivio de que, al menos, la desgracia es democrática.

Sin embargo hay algo más inquietante que el hecho mismo de nuestra admiración por el drama ajeno y es nuestro comportamiento discriminatorio ante la naturaleza de este. Pocos se atreven a manifestar en público otra cosa que no sea repulsión ante el crimen más antinatural y abominable de todos, siento todos de igual catadura, el que se ejerce contra una mujer, pues ataca el origen mismo de la vida. Y hasta en eso el mundo moderno ha cambiado su sino. Y es que Cain mató a Abel, y bien caro que le costó, pero ¿acaso alguien hubiese osado asesinar a Eva?. Hoy si.

Más allá de contra quien se ejerce la violencia y de quien sufre el drama, hay algo que me perturba más, y es la mirada del espectador. Hay dramas que entendemos parte del guion, asumibles, rutinarios y necesarios casi, por emanar de un mundo ficticio, pues solo existe en el mundo de los haces catódicos de la televisión. Así, ver morir por decenas a niños, soldados o campesinos de cualquier lugar de Asia o África nos fascina, nos atrae o nos conmueve, pero solo durante un instante, al fin y al cabo, mañana habrá más, no es tan excepcional, sino un rasgo más de esas vidas, condenadas, como las de los gladiadores de un circo, a entretenernos con sus desdichas. Pero que la tragedia sacuda nuestro mundo es otro cantar. La vida de una española, sacudida por el desgraciado de su compañero, al que ella, emocionalmente atada, permitió ejecutar, nos inquieta más, porque es más posible que golpee nuestras vidas, que los lejanos efectos colaterales de nuestras tropas en el lejano y virtual Afganistán. Lo irónico es cuando Afganistán está entre nosotros, y lo apartamos. Fijaros, ha pasado tiempo desde que desapareció Jeremy, un niño canario de siete años. No mucho después desapareció Maddie en Portugal. En este tiempo en que hemos sido testigos de ambos dramas, nuestra actitud ha diferido mucho ante ellos. El primero era el hijo de una familia humilde, la segunda de una acomodada. Maddie alcanzó muy pronto el favor y el auxilio de deportistas, artistas y hasta del Papa.

Jeremy, cual niño afgano, solo ha servido para animar las páginas de sucesos, cuando poco más podía rellenarlas.

No alcanzo a concluir un pensamiento que aporte luz sobre nuestros comportamientos, solo una profunda e intensa sensación de pena, por una humanidad, a la que pertenezco, que acuna su ocio en el dolor ajeno, y otorga a cada drama el oro, la plata y el bronce de aliviar nuestros instintos.




Imagen Fundación Príncipe de Asturias

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