Todo en él
rezuma fragilidad y melancolía. El pelo encanecido, la mirada a ratos
extraviada, la expresión sorprendida, las facciones huidizas y el hablar
pausado, casi enmudado, que te obliga para oírle a guardar ese silencio que, de
tan intenso, te hace oír tu propia voz, la de tu conciencia.
Pero tras
esa imagen de inocencia rota se escuda el cierzo. Un vendaval irrefrenable que
palabra tras palabra te empuja hasta derribarte, y sin desplegar los brazos,
sin apenas un gesto, como quitándose de en medio para que solo su voz se vea.
Hace unas
semanas, un equipo de alumnos de eolapaz se desplazó a Burgos para conocer a
José Antonio Ortega Lara en el aguerrido barrio de Gamonal.
Han pasado casi
veinte años desde que ETA secuestrase a este funcionario y le mantuviera
enterrado en un agujero durante 532 días. Quitando alguna fugaz presencia
electoral, volvió hace un tiempo del olvido tras la muerte del hombre que le
vigiló durante aquel cautiverio. Un escueto tweet fue sido su respuesta,
“Descanse en paz. Punto y final”.
Como hemos
visto en Alsasua en las últimas semanas con la paliza a unos guardias civiles,
o con Irene Villa, por perdonar un tweet ofensivo de un gracioso concejal de
Madrid, la víctima, en ocasiones, despierta miradas críticas. Cosas de la vida.
Ortega es
parte del grupo dirigente de Vox, un partido de derechas que defiende, entre
otras cosas, no rendirse ante la violencia. Pero Ortega Lara no dedica solo su
tiempo a la acción política, a la defensa de sus valores. Ayuda en la Asociación de donantes
de sangre y da charlas y colabora en diversos colegios e instituciones ciudadanas, para concienciar
contra la violencia, contra la sin razón, y pidiendo a las nuevas generaciones,
que no olviden a quienes sufren la intolerancia, un mal que no solo provoca
muertos y sufrimiento en París.
Le he visto
una vez, y reconozco que su presencia me estremeció, más bien me provocó un
profundo desasosiego. La escuche en un acto de una asociación de víctimas del
terrorismo etarra, hace poco más de un mes.
Su mirada,
casi perdida, su dulce firmeza en sus exposiciones, sus manos frías. Gestos que
me causaron tan honda preocupación como la presencia de, tan solo, 91 personas
en el lugar del acto, para escuchar a un entendido, a una víctima de la barbarie,
justo en días en que amenazas, acciones policiales y atentados islamistas en
medio mundo siguen golpeándonos. 91 personas, muchas menos, evidentemente, de
las que asistieron en Mondragón al entierro de Bolinaza, el hombre que le
mantuvo enterrado en vida.
Ha pasado
medio siglo desde que ETA decidiese empezar a matar. Medio siglo de guerra
callada e intestina entre la banda y el estado, con decenas de civiles y
uniformados en los cementerios y, como explica José Antonio, tras una vidriosa
mirada, para llegar a ninguna parte. La vida de las familias azotadas por la
violencia, como la suya, ha quedado devastada para siempre. La de los asesinos,
libre de todo atisbo de responsabilidad o culpa por tanta maldad vertida.
El “gen del
mal”, como ha definido Maite Pagazaurtundua
la fuerza interior que nos impele a la destrucción de vidas ajenas,
permanece en Euskadi. Tanto que, como ha señalado el director de Bakeaz (una
asociación de derechos civiles de Euskadi), Josu Ugarte, todo plan para
difundir el mensaje de paz entre los jóvenes vascos, ha topado con multitud de
recelos, obstáculos y oposiciones, en la sociedad, en la administración, en la
calle y en la escuela. En parte por que muchos políticos, especialmente
nacionalistas, siguen teniendo miedo a entrar en la lucha contra el fanatismo,
“por miedo a que afloren responsabilidades”.
Fernando
Savater, Maite Pagaza o José Antonio Ortega Lara, son algunas de las personas
más conocidas que actúan ante las instituciones para introducir en el sistema
educativo programas de convivencia y unidades didácticas sobre el fenómeno
terrorista y sus raíces.
Acciones
que pretenden poner freno a la “miseria moral, la cobardía y la indiferencia
que tenemos, y que permite que hayamos abandonado a su suerte a chicos y chicas
que hoy viven con la ceguera, la tetraplejia y la mutilación de un atentado,
que viven en una familia rota por un atentado, o que, habiendo sido victimas,
conviven con el repudio de sus vecinos o deben recorrer cada día decenas de
kilómetros para acudir a un instituto donde no la machaquen”.
Como Dice
Ortega, “a Dios gracias, no sufrimos el terrorismo. Pero eso no nos hace
inmunes, ni los aleja del peligro de la barbarie”.
En el
fondo, la acción de ETA, solo es la materialización, en un escenario político,
de algo, aun más intrínsecamente perverso. Anteponer una idea a una vida,
cosificar a las personas, convirtiéndolas en pasos, medios o herramientas para
la consecución de un fin abstracto, obcecarnos con una idea hasta subjetivar
todo por ella, ignorar lo odioso de la violencia, aunque se genere en la
búsqueda de la justicia, o lo que creemos como tal, convirtiéndonos así, en
miserables o en canallas, mirar para otro lado, cuando los derechos o la
dignidad de alguien son pisoteados, ejercer de matones y prepotentes cuando
quien esta enfrente nuestro sabemos que es más débil. Todo eso es terrorismo.
Eso, y condenar a la ruina a un empresario, al paro a un hombre honrado, a la
muerte a una mujer por serlo, o al olvido a un represaliado de Franco, olvidado
en una cuneta. Ese es el mensaje que intentó darnos, y eso es lo que me
inquieta, que una frágil mujer deba recordarnos principios tan básicamente
democráticos, y que solo 91 personas, y un puñado de escolares estén para
escucharlo.
Es cierto que
todos seamos Charlie, pero deberíamos acurrucarnos junto al corazón de más
víctimas, para darnos cuenta que también nos necesitan, para seguir latiendo.
No se este
os parecerá un principio adecuado para un inicio de debate de aula, pero siento
que debo sembrar el perdón y el respeto, antes que el odio, sea cual sea la
bandera en la que se envuelva
Imagen
David Sanjuán, Pedro Santamaría
(eolapaz)
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