jueves, 24 de noviembre de 2016

Últimas tardes con mi viejo profesor



Releo con melancolía cada página de los recuerdos de Mitch Albom sobre su maestro, buscando consuelo a la imagen denostada de mi viejo profesor.
Cuando, hace algunos años, traspase el umbral de mi instituto, solo en la devastación de aquel páramo encontré luz en su mirada rebelde y picara, parapetada en aquella larga figura hirsuta, engalanada de una mueca socarronamente sazonada, como la del pillastre que espera el momento adecuado para lanzarse al vacío y sembrar desasosiego.


Desde aquel primer instante descubrí a un hombre valeroso, integro y elevado de espíritu, que acompañó mis días, que ofreció su abrazo en los malos momentos, que guardó nuestros secretos y que disfrutó de la vida tan solo viéndonos crecer felices.

Cuantos tuvimos la fortuna de caminar a su sombra por los glacis de la vida en esos años fuimos felices, y nunca encontramos junto a él recodo de soledad alguna.
Y es que mi viejo profesor era amable, de esos hombres que ahorran toda ironía gratuita, que aborrecen el desprecio y abandonan con saña a esa suerte de actitudes, propias de otros de su gremio, que amparados en su poder sobre unos crios, hacen profesión de soberbia y oficio de abuso.
Fue uno de esos hombres que escuchaban, porque presuponen que aprender no tiene edad, y que su vida es un eslabón, acumulando de todos, para transmitir saber y ciudadanía a quienes sean en el futuro inquilinos de esos bancos, que primero yo ocupe.
Nunca oí de su boca algún reproche, nunca una postura altiva que me hiciera recordar cuanto me faltaba y falta, por aprender. Siempre enseñando y corrigiendo con dulzura, con firmeza, sin vacilaciones ni concesiones, lo propio en alguien que había convertido un oficio en una forma de vida. Nunca supimos que era de su vida más allá de aquellas desnudas paredes de instituto. Nunca descubrimos que manos le acogían cada tarde, cuando se perdía entre las calles de Torrelavega, nunca supimos a quien pertenecía, como si quisiera darnos a entender, que solo nos pertenecía a nosotros.
Años después nos seguimos viendo. A veces quedábamos con él, cuando saliamos de la facultad para oírle entre el vaho que se desliza en el aire desde una taza de café. Y le escuchábamos con la misma ilusión, con los mismos ojos brillantes de admiración, que en aquellos años en los que sus palabras fueron construyendo quedamente el cielo que hoy nos cobija.
El último encuentro, siendo ya mayores, tuve la sensación de que quizá era el último. Creo que ya no quería vernos, porque ya no quería que le viéramos inclinándose hacia la decadencia, algo, como él nos había enseñado, aun más duro que la muerte.
Nunca tuvo un día de gloria fuera de nuestros corazones. Nunca una palabra de agradecimiento que no saliera de nuestra admiración sincera. Siempre fue entre los suyos el rebelde indómito que cabalgaba fuera de las filas impenetrables que forman los claustros de profesores, y que como falange griega, cargan al unísono lanza en ristre y escudo embrazado. Y hay actitudes que se pagan. El favor de sus alumnos, la claridad con que las familias han alabado su labor, pese a sus extravagancias y heterodoxias, y su eficacia para empujarnos hacia adelante, curso tras curso, hasta ganar todo a nuestro paso le habían mantenido a cubierto, hasta que la autoridad descubrió una fisura en sus muros y un ariete batiente los martilleó incansable hasta acabar con ellos.
Las TIC y el bilingüismo, los nuevos becerros de oro de la educación española le sitiaron. Poco más de sesenta y un largo historial de desaires al poder gremial le condenaron al ostracismo. No podía dar clase en los nuevos grupos bilingües que se abren paso en las aulas. No usaba power point, se rebelaba contra wifis, blogs y clases flipadas, no conocía más pizarra digital, que la que mancha de tiza con sus dedos.
Era un proscrito, un analfabeto tecnológico, un hombre fuera de su tiempo. Como si el sentido común y la humanidad tuvieran calendario. Ya no podía dar clase en bachillerato, tenía el peor horario, le habían reducido a optativas vacuas y tareas carentes de interés. Pese a ello luchaba por sus nuevos alumnos, en el destierro de ambos, con la misma fe de siempre.
Lo peor es que había descubierto el peor secreto que puede descubrir un hombre, ya no era útil para nadie. Salvo para nosotros.
No es un ejemplo raro en un país que, como en la antigua Grecia, sacrifica a sus mejores hijos en disputas intestinas y sangrantes ajustes de cuenta amparados en la única lucha que nuestra sociedad valora, la del poder. Un país que dilapida su riqueza humana por el color de su piel, su sexo o su edad.
Hace tiempo terminó para una vida, la penúltima, mientras se privaba a una nueva generación de un buen compañero, de un hombre bueno, de un sabio que solo había querido hacer el bien entre los más jóvenes.
Tras aquel último encuentro, tan solo envuelto en su clámide, quemó sus bagajes en una pira improvisada, y guarneció sus cenizas el algún lugar solo conocido por él. En ese mismo instante enterró en un lugar, aun más secreto de su corazón, todas sus ilusiones, todas la nuestras.

Querido maestro, hoy te hemos honrado una vez más, entre flores, bajo la fina lluvia de tu recuerdo. Descansa en la paz que tu siempre nos diste.


Imagen, el viejo laboratorio de mi colegio, donde comenzaron las charlas de los hablineses

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