viernes, 18 de junio de 2010

El hombre que le pidió cuentas a Dios

Hoy no ha muerto, pero ya no podré esperar nuevas palabras de su mano. El hombre que supo mirar en nuestro interior, sin rasgar la piel, se ha quedado en silencio, como ese Dios al que él definió como el universo silente, frente al grito humano que lo justifica.


Tras setenta años de andadura entre grafos, llegó a mi vida en el preludio de mi primer viaje al paraíso portugués, ese que en Azinhaga de Ribatejo le abrió los ojos, primero entre coles y siegas de su aldea, y más tarde entre los hollines de las barriadas lisboetas, entre las que aprendió a sufrir en el trabajo, y a pensar entre angostos estantes de biblioteca, en ese exilio interior que, como él, tantos agricultores vivieron en los prolegómenos de la guerra, y bajo la atenta y dictatorial mirada de Salazar.
Quizá fue ese recuerdo del limbo natural perdido, y el sufrir diario en la Lisboa amordazada por la dictadura, lo que marcó tan intensamente al autor de la mágica “Balsa de piedra”, haciéndole, con el corto correr de los años, símbolo de la izquierda y activista incansable. Quizá eso le convirtió en hombre que, testigo de la opresión a ambos lados del Guadiana, se hizo amante de Iberia, más allá de vagas fronteras suspendidas en recelos, hasta soñar su unión en la suya propia con la sevillana Pilar del Rio. Quizá tanta ceguera, como la que relató en sus últimos libros, le enseñó pronto a decir no, una lección para quienes nos vemos abocados a vivir en una sociedad construida sobre el amen diario.

Acostumbrados a sus relatos, cuentos y ensayos, a esa mirada anciana, vehemente e inquisitiva que desnudaba la realidad a cada instante y nos la devolvía como una denuncia humilde, poco recordamos ya los orígenes de un administrativo que fue poeta, de un vendedor de seguros que reescribió el periodismo, de un hombre casado con una vida rota que colocó su vida en el precipicio de la clandestinidad comunista, de un escritor nobel, que nunca se escondió en la corrección, de un hombre que quiso ser libre, y que los demás lo fueran, enseñándoles las ataduras que debían cortar y las sogas que debían desanudar.

Pocas palabras me han sobrecogido tanto en mi vida como las que caminan entre las hojas de “levantado el suelo”, una crónica inmisericorde de sus orígenes alentejanos, un retrato intenso de varias generaciones de campesinos sureños, con la que empezó a descarnar el cielo, enseñando que no hay nada tras él que no sembremos a este lado.
Retratos. Inmensos, apasionados y revulsivos, como “Tierra de pecado” o “El año de la muerte de Ricardo Reis”, una dura descripción de Lisboa con el pensamiento puesto en el heterónimo de Fernando Pessoa, fueron la herramienta revolucionaria de un inconformista en lo ético, y en lo estético, que contó a voces múltiples, como es la vida, y con diálogos entrecruzados, como es la muerte.

De nada sirvió que algunos de sus compatriotas rechinaran ante el elogio de una Península unida en un viaje eterno (la balsa de piedra), que pocos entendieran que sacará los colores a sus conciudadanos (Historia del cerco de Lisboa), que su gobierno le negara el pan y la sal cuando mostró su heterodoxa visión de Jesucristo (El evangelio según Jesucristo), que la jerarquía católica movilizará a sus hordas contra una visión ácida del dios, del dios de los que se escudan en su manto, que no de Dios (Caín), o que el impresentable Berlusconi, el símbolo de la decadencia moral de la res pública europea de la que ahora bebemos miserias, le declarara la guerra, tras que aquel desnudara en letras al patán (primero en su blog y luego en ”El cuaderno”). De nada sirvió, el genio siguió imperturbable, ensimismado en su isla canaria, en sus ansias de libertad y en su serena crítica a un alma humana muy deteriorada por nuestra placida y ciega vida (Ensayo sobre la ceguera, su primera incursión en el cine en la mirada de Fernando Meirelles).

“La caverna”, “El hombre duplicado”, “Ensayo sobre la lucidez” o “Las intermitencias de la muerte”, son otros ejemplos de profundas reflexiones, rebeliones incluso, que solo son factibles en la imaginación crítica de un narrador colocaron ante nuestros ojos preguntas sin respuesta aun, pero de desasosegante necesidad de respuesta sobre el consumo, las masificadas y replicantes sociedades urbanas, la democracia, la necesidad de la muerte, la rebelión de los votantes, la vida sin el capitalismo o la originalidad ( o la falta de ella) de nuestra vidas.

Todos hemos encontrado en Saramago un destello perdido, en medio de la oscuridad a la que nuestra indolencia nos ha conducido, cada uno ha encontrado el suyo en ese mar de dudas y señalamientos que es su obra. Yo encontré en él a Dios.
Como explicaba hoy el teólogo José Tamayo, la obra de Saramago, como su vida, “fueron una lucha titánica con Dios a brazo partido, que terminó en tablas, sin vencedor ni vencido”.
Pero no creo que Saramago viviera esa lucha como la vivió Nietzsche en la parábola de Zaratustra. No creo haber encontrado en sus letras, ni en el espacio entre sus líneas la frase nietzschianas de “Dios es nuestra más larga mentira". Más bien he creído ver a Ernst Bloch en sus espacios en blanco, tras aquella afirmación del germano de que "lo mejor de la religión es que crea herejes". Y ese espíritu de rebeldía, esa negativa vital a soportar lo dogmático, lo justificativo de un orden injusto, lo sustanciador de una vida que se nos da hecha, es la base de la angustia vital de Saramago. Por si, y por no encontrar el medio de transmitir ese afán de rebelión contra lo establecido a los demás. Y ese creo, y quiero en mi, su legado. La creencia en un dios emanado de lo colectivo, de la necesidad simbiótica de la humanidad, de la armonía de quienes somos distintos. Eso quiero en mí y en mi gente, el alejamiento de ese dios distante y frío tras el que se escuda el poder que amansa con fetiches a la masa silente. Como quiero que se deteste a ese dios feudal que señorea sobre vidas y haciendas como reflejaba Anselmo de Canterbury. Como quiero que se destierre a ese dios sangriento y vengativo que tiñe las ropas de los ciegos que mandan a sus hijos a la muerte tras una bomba, que despedazan ciudades y pueblos con sus ejércitos, con nombres miserables como Justicia Infinita o Libertad Duradera.
Y es que, como nos contaba el maestro, dios es hoy una palabra desgarrada, pisoteada por el peso de nuestra angustia y nuestra ambición, lacerada por poderes que se soportan en el sentimiento místico e irracional de las religiones modernas. El hombre mata y se deja matar por dios. Por un dios que solo es una caricatura con nombre inventado y un lema que dice “Lo hacemos en nombre de dios”.
Ese es para mí el legado de Saramago, la lucha contra el fundamentalismo, contra el pensamiento único, contra la violencia que mata, y la que crea vidas. Contra eso debemos luchar. Porque Dios existe, y Saramago también.

Imagen ElPaís

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Obrigado José, Obrigado.
saludos
kpax
elplantainvisible.wordpress.com

Anónimo dijo...

Obrigado José, Obrigado.
saludos
kpax
elplantainvisible.wordpress.com

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