Corría el
año 44 antes de Cristo, cuando en la
Roma de Cesar, el barrunto de una tragedia y el olor a muerte
se mascaba entre los políticos de la moribunda república. Muchos eran los que
planeaban la muerte del general, temerosos de que sus ideales políticos fueran
arrasados por el deseo de poder del victorioso Cesar. Otros, la mayoría, veían
con pavor el final de sus ambiciones.
Una mañana,
mientras caminaban al senado, Bruto, el amado ahijado de cesar, preguntaba
insistentemente al caudillo, buscando averiguar la debilidad de su victima,
sobre los miedos que en Roma se deslizaban, en el preámbulo de una traición de
la que él seria protagonista. Ante tanta pregunta, y tanta acechanza, prevenido
Cesar de la artera maniobra de su discípulo, detuvo su paso, entre las sombras
de una higuera, y abriendo a su manto el pecho, como exponiéndolo atrevido a
una daga, espeto a Bruto, “no es labor de un hombre especular sobre lo que nos
deparara el futuro, no es acertado detener la vida en espera de lo que traerán
los días, no es sabio ser pasivo e ignorante como un parásito que espera que
otros hagan el trabajo que le reportara beneficio. Nuestra vida es resultado de
nuestro esfuerzo, nuestro futuro es fruto de nuestras ilusiones, nuestro premio
se forja con nuestra sangre, y con nuestras lágrimas. Bruto, afronta tu misión
y no delegues en la caridad o el esfuerzo de otros lo que solo a ti te
concierne. Si has de trabajar, trabaja, si has de matar, cierne sobre mi tu
puñal, y si no eres capaz de vivir tu vida, calla”.
Y antes de
que Bruto, perplejo y descubierto, interrumpiera, aun acertó Cesar a una última
reflexión: “recuerda Bruto que el destino no esta en las estrellas, sino en
nosotros mismos”.
Claro que
aquellas palabras no eran de cesar, sino de Shakespeare, y aquel mandato no era
de Cesar, sino de Dios.
Sea pues
que construyamos nuestro futuro con nuestro propio esfuerzo, sin dejar atrás en
cada paso, a ninguno de los nuestros.
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