La muerte
de cientos de inmigrantes a las puertas de Europa, ha vuelto a colocar la
tragedia de la humanidad en primer plano informativo, congregando frente al
televisor y los periódicos a miles de personas, muchas de las cuales no
repararán dentro de un tiempo en el drama de los vivos.
El drama es
una mercancía esencial en el mundo en que vivimos, y lo es porque contiene un
irrechazable atractivo para todos nosotros. Quizá porque en el fondo no somos
más que los animales de la cúspide del sistema, pero animales al fin y al cabo.
Ese morbo
que envuelve todo lo humano nos recuerda lo incontrolable de nuestras vidas, y
los retos que el mundo nos presenta, como un salvavidas que nos aleja de la
rutina y el tedio. Crímenes, desastres naturales, secuestros, desapariciones
misteriosas o tragedias sin cuento, nos hacen temblar mientras retuercen
nuestro corazón y nuestras tripas, en una buscada descarga de adrenalina, esa
por la que pagamos en un parque temático. La tragedia se ha convertido en una sacudida en la que buscamos ansiosamente
ser recordados que estamos vivos.
Decía el
psicoanalista Samuel Lepastier que esos grandes dramas que los medios nos
acercan cada día a la hora del telediario son hoy un acto imprescindible para
contrapesar las miserias de la sociedad humana, que consiguen aliviar nuestro
sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad al sentirnos parte de un todo unido
por un sentir común. Son experiencias emocionales compartidas que, incluso,
llegan a ser revulsivos para cambios importantes del orden de las cosas, en el
nivel emocional, en el de los comportamientos o incluso en el de las leyes.
Claro que
el instinto tira, y no siempre la propensión a admirar el drama es tan loable.
En el fondo, esa pasión por presenciar el crimen, tan visible en los remolinos
de gente que sobrevuelan un suceso en cualquiera de nuestras calles, tiene una
explicación, generalmente más inquietante. Y es que a fin de cuentas, nuestra
irrefrenable tendencia a la vida colectiva, impone ciertos peajes. Uno de
ellos, la renuncia impuesta a pasiones como matar o plasmar la ambición o la
venganza en un acto infame; y que mejor que saciar ese instinto reprimido en la
vida de otro. Sin lugar a dudas, mucho menos arriesgado. Y es que no podemos
negarlo, en la edificación de nuestra personalidad, hay una dolorosa renuncia a
las pulsiones que nos vinculan al reino animal del que, no se olvide,
procedemos. De ahí nuestra pasión por conocer y degustar lo prohibido, matar o destruir, aunque solo sea en un
videojuego. Bien es cierto que hemos construido, durante generaciones, y con
mucho mimo, auténticos diques emocionales, morales y sociales contra esas
tendencias destructivas para el tejido social. Diques llamados educación,
cultura o valores ciudadanos.
Nos fascina
que otros humanos, semejantes y próximos conviertan en tangible , en un acto furtivo
e inesperado todos nuestros fantasmas escondidos. Sin embargo, hay algo más
inquietante que el hecho mismo de nuestra admiración por el drama ajeno y es
nuestro comportamiento discriminatorio ante la naturaleza de este.
Hay dramas
que entendemos parte del guión, asumibles y rutinarios por emanar de un lugar
ficticio, que parece solo existir en el mundo digital de los medios. Así, ver
morir por decenas a niños, soldados o campesinos de cualquier lugar de Asia o
África nos conmueve, pero solo durante un instante. Pero que la tragedia sacuda
nuestro mundo es otro cantar.
La vida de
un español ahogado en el arroyo de la impericia de un gendarme marroquí, o el
futuro segado de una pareja en un avión suicida nos inquieta más, porque es más
posible que golpee nuestras vidas, que los lejanos efectos colaterales de
nuestras tropas en el lejano Afganistán.
Lo irónico
es cuando Afganistán está entre nosotros, y lo apartamos. Sucedieron casi al
mismo tiempo las desapariciones de Jeremy y Maddie, hijo de unos afganos
humildes y de una acomodada familia respectivamente. Ella recibió el favor de
deportistas, artistas… incluso del propio Papa; mientras que el niño canario
solo pudo ser portada de la sección de
sucesos apenas unas por unas semanas.
No alcanzo
a concluir un pensamiento que abra luz sobre nuestros comportamientos, solo una
profunda e intensa sensación de pena, por una humanidad a la que pertenezco,
que acuna su odio en el dolor ajeno, y otorga a cada drama el oro, la plata y
el bronce de aliviar nuestros instintos.
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