Gestos, carteles, palabras y símbolos. La humanidad se ha
dado una oportunidad cuando el planeta
sigue en el hervidero, hasta provocarnos un bochorno, que ya más que por calor
es por vergüenza.
La cumbre del clima convocada en diciembre en París parece
que ha aliviado algo a la humanidad de la desazón provocada por el fracaso de los
anteriores intentos de acuerdo, aunque no ha evitado el choque entre las economías
más desarrolladas del planeta y los estados más débiles, que exigen a las
primeras, ayudas para afrontar los efectos nefastos que sobre sus ecosistemas
están provocando las políticas industriales de los grandes mercados. Al final
se ha firmado un documento de compromiso en el cual se incluyen acciones
voluntarias de cada nación, mecanismos de financiación y un calendario
escalonado de objetivos, más o menos creíbles.
Los dignatarios mundiales apenas han podido dar un pasito en
la concreción de los acuerdos del lejano Kyoto. Un acuerdo para salvar el clima
que, antes de los magros resultados de Lima, Cancún o Copenhague, parecía
obsoleto y superado, con unas medidas que apenas podrían evitar que la tierra
se caliente, solo, unos pocos grados más. Pero visto lo visto hacer eso, si se
hace, ya es un logro.
Para Greenpeace, y otros grupos conservacionistas, París,
con sus velitas, sus carteles tan kitch, pidiendo a Dios y a los hombres que
asuman su responsabilidad con el planeta y su futuro, está siendo un logro
moderado.
Desde luego hay razones evidentes para pensar que estamos
mejor. El acuerdo, o lo que sea, ha conseguido el apoyo de posturas tan
enfrentadas como las de países extremadamente contaminantes y renuentes a
cualquier acuerdo, caso de EE.UU. o China, de países con cierto nivel de
compromiso, como los de la UE ,
y de países desesperados, como las pequeñas islas del Pacífico y el Índico.
Un acuerdo en el que la sociedad civil y la mayoría de
estados reconocen la insuficiencia de las medidas adoptadas hasta ahora para
frenar el cambio climático, plantea un compromiso para reducir (solo reducir)
la deforestación, da carta de naturaleza, a los recortes de emisiones
comprometidos por cada país en cumbres anteriores, se consolida el uso de un
Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) que facilitará la
transparencia en las medidas tomadas por cada país en la reducción de emisiones
(aunque, a instancias de China, esa información no faculta a la comunidad
internacional para tomar medidas “intrusivas ni punitivas ni atentatorias a la
soberanía” de aquellos que manifiesten no cumplir sus obligaciones), rebajará
el objetivo de calentamiento global a 1,5 grados, sentará las bases de
iniciativas nacionales contra el cambio climático (las denominadas
Contribuciones Previstas Determinadas en el Ámbito Nacional o INDC), y abre la
posibilidad de establecer medidas legales de cumplimiento de los acuerdos
internacionales por cada país, a fijar en reuniones futuras.
Aun así, seguimos en la prehistoria de la sostenibilidad.
Como en casos anteriores, todo el texto final está lleno de sutilezas legales,
abanicos de medidas dependiendo del país y las circunstancias, por ejemplo, y
de ambigüedades y excepciones (ahí los más grandes contaminadores se llevan la
palma).
Tampoco se han abordado cuestiones, aparentemente
desconectadas, pero muy directamente imbricadas en el problema, y sobre las que
hay muchos intereses. Por ejemplo, y por si no lo sabéis, el mercado mundial de
la droga es uno de los elementos determinantes del cambio climático.
Tan solo producir un kilo de metanfetamina significa generar
seis de residuos tóxicos, como por ejemplo el fósforo rojo, que es el primer
agente causante de la destrucción de los medios marinos. La producción de
cocaína y heroína es la responsable de la pedida de un 5% anual de nuestros
bosques, y la del tabaco del 15%. Los miles de millones de filtros de
cigarrillo desechados cada año, con un alto contenido en acetato de celulosa,
tardan más de quince años en degradarse. Y así un largo etcétera sobre el que
esta cumbre tampoco ha dicho mucho.
Un problema además no ha sido resuelto. El coste de este
proceso es elevado, y los países en vías de desarrollo no pueden asumir el
coste financiero de acometer las reformas necesarias para cambiar sus modelos
productivos, ni el coste de oportunidad de bajar su ritmo de crecimiento,
esencial para sacar a sus pueblos de la miseria, ni superar el apalancamiento
financiero de posibles inversores que ven en las normativas y las infraestructuras
de estos países un mar de obstáculos.
Así que la pregunta es obvia. Para los contribuyentes, quién
va a pagar, en qué proporción y con qué beneficio. Para los receptores, cuál
será el precio político de esas ayudas, el coste en términos de control y de
hipoteca de futuro. En una línea parecida se encuentra el reto del cambio
tecnológico y geoestratégico que plantea el desarrollo de energías renovables.
Y es que ahí esta el meollo del problema del clima. Las
cumbres del clima no están entrando en la esencial cuestión de que pueden hacer
juntos las decenas de firmantes para salvar el planeta. La discusión se centra
en saber quién va a pagar las consecuencias de años de consumo irresponsable de
combustibles fósiles. Y ahí, los máximos responsables, el G20, China o Rusia no
están dispuestos a asumir su culpa, y los no responsables no están dispuestos a
pagar lo que no han hecho, o a renunciar a crecer, como antes lo hicieron
otros, o a que les gobiernen organismos internacionales que, evidentemente no
son neutrales ni imparciales.
Las grandes potencias no están, ni siquiera, dispuestas a
renunciar a las grandes posibilidades que les ofrece el cambio climático a
corto plazo (como la apertura de nuevas rutas marítimas en el Ártico por el
deshielo, o la explotación de zonas libres de hielo en la Antártida). Y los
países más pobres o menos poderosos, algunos de los cuales se plantean
dinamitar el proceso abierto si no llega una lluvia de ayudas económicas,
gratuitas y sin contrapeso político, por no talar sus bosques y no esquilmar
más sus recursos. Y entre tanto…
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