Una de mis
fascinaciones más pertinaces es la que me aqueja por los que me gusta llamar "los
hombres del Atlántico". Uno de mis compañeros más queridos es un filósofo
docente cuya vida arrancó del encuentro de muchos fragmentos de España. La que
vive allende el mar, la que el odio periódicamente cercena y la de los que obligamos a buscar su destino fuera del hogar, incapaces de crear un hogar común que los acoja.
En este
caso, del encuentro nació un hombre de convicciones, sabio, sereno, reflexivo y
abierto al mundo, amante de la verdad y la gente.
Una muestra prototípica de la
cultura de lo español, mestiza, ecléctica. Mitad celestial, mitad terrenal.
Mitad real, mitad republicana. Mitad rural, mitad urbana. Mitad genial, mitad
fascinante.
Es el
creador de una maravillosa ensoñación llamada Temakel. Una familia de cómicos
adolescentes que crecen a la sombra de quien solo con una palabra y un gesto
amable es capaz de hacer eso tan complejo y hoy tan difícil como es educar y coger de
la mano a unos niños para que crezcan en el camino que ellos eligen.
Estos días
sus niños, ya sembrados de pasión, preparan una nueva obra de teatro.
No se muy bien
como se llama, ni cuando la estrenarán, ni cual es su argumento. Como si eso importara.
Lo
importante estará durante estos meses en las miradas de su maestro, en sus ideas, en sus
silencios, en el aleteo de sus manos. Todo semillas, todo ilusiones, todo
instantes que harán felices a quienes han tenido el acierto de elegirle para
compartir su tiempo.
Hay quien
dice que la filosofía es inútil. Hay quien piensa que solo con aparatos se
aprende, hay quien cree que en la escuela solo se instruye. Si conocieran a Goyo
sabrían de su error. En la escuela las niñas y los niños viven, se apasionan,
sienten y admiran a sus maestros. Si estos son como él.
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