Se llama
Ramiro. Ahora deambula por el barrio, pero hubo un tiempo en que su andar
ligero y su sonrisa celeste hablaban de un triunfador. Hoy nadie daría fe de
sus treinta y tantos, con esa mirada difusa, ese caminar desgarbado y esa
entremezcla de manos que, nerviosas, te enseñan el padecer de un hombre.
Su historia
es breve. Lacerante y vergonzosa, pero breve. Ramiro trabajaba sin descanso en
los tiempos menos malos. Con su esfuerzo y la inestimable puñalada de un banco,
forjo un pequeño negocio. Compró un camión, algo de herramienta y dio pan a dos
hombres más.
Hoy no
puede pagar las letras y en días perderá el camión y quizá su casa. Sus hombres
ya lo hicieron con su pan.
¿La culpa?,
le deben 283.000 euros. Y sin ese dinero ha quebrado, hasta su fe. El taciturno
Ramiro, el hombre desquiciado, el que sueña en pie sin encontrar reposo, vive
inquieto y desconcertado sin preguntarse en que fallo, ni en que hoyo embarró
su ciencia.
Le aturde
no saber por que quien le había jurado protegerle, aquel en quien había
depositado su fe y su confianza, con engaños, macero su vida.
Ramiro es
uno de esos empresarios que tras trabajar para el estado se han quedado
perdidos en esa cueva de lobos que llamamos administración. Dos ayuntamientos y
un gobierno autónomo son quienes le deben esos 283.000 euros. A sabiendas de
que no tenían dinero para afrontar sus gastos los hicieron, algunos ociosos,
otros prescindibles, y los más superfluos, pero los hicieron. Y tras ello no le
pagaron. Pero si le requieren para pagar los impuestos y tasas que se derivan
de haber actuado en el mercado. Un negocio doble. Un robo lícito.
Y es que
esas administraciones a las que tachamos de democráticas, encargadas de velar
por nuestra seguridad y nuestro provecho, celosas (suponemos) de nuestro
bienestar, y representativas de nuestra sociedad y sus ideales, dan la espalda,
en ocasiones a esos valores, desprotegen a la sociedad a la que juraron lealtad
y, encondidos en un manto de leyes y normas roban, mienten, pudren, engañan y pervierten
los más elementales valores.
En esta
sociedad confusa, en la que debemos respirar cada día, las instituciones,
especialmente las de más abajo, las más cercanas al pueblo, han pasado de la
inacción al derroche, de este al enriquecimiento personal vía administrativa.
Luego al despacho alegre de licencias a sabiendas que enterraban los sueños de
todos los que han osado comprar un hogar donde, pese a que el alcalde te
amparaba, era ilegal. Ahora el robo es más directo. Tu trabajas, pones el
material, pagas a tus obreros, adelantas la herramienta y luego ...
No se si es
que en ciertos casos es preciso tener carne de chupa sangre para ser político,
o es que el poder corrompe, o es que en cada pueblo se elige al más tonto, al
mas miserable o al mas manipulable.
Todo en la
vida debe tener su ciencia. Para ser representante político te eligen, porque
un partido, que es lo único que miramos, te pone ahí, y con eso, la ciencia
infusa te inunda, te unge. Y el resto mira, impotente, y tan solo mira.
Cada día la
televisión y otros medios nos acercan una realidad plagada de políticos que
cometieron un error, calcularon mal un puente, una expropiación, un teatro o
una ley. Miles de euros se tiran a la basura, decenas de familias pierden su
empleo, su casa es demolida o su negocio quiebra por falta de cobro. Pero nada
ocurre. Son inmunes, creo que lo llaman aforamiento.
Mientras la
vida es inexorable con los demás mortales, pasa y de paso te pasa su cuchilla,
entre las moquetas de la política, nuestras vidas se observan con desdén, con
la indiferencia de quien juega con nuestras vidas al monopoly.
Ahora habrá
quien dirá que este es el sistema menos imperfecto, cierto. Ramiro no discute
de partidos, ni de sistemas políticos.
Solo pide
justicia, la misma que sobre él se aplica. Solo pide que quien juro protegerle
lo haga, sin que en las idus de marzo, rebuscando un voto, acerque su rostro al
suyo, y al descubrir su velo, muestre a Judas.
Imagen Ozan
Kofe para AFP
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