jueves, 8 de junio de 2017

De palabras olvidadas y lectores dormidos



La introducción de nuevas tecnologías y la parcelación del aprendizaje estén poniendo en serio peligro una de las grandes conquistas humanas, la escritura y la lectura.


Una de las más pertinaces obsesiones de la escuela española es el temido informe PISA, una suerte de maldición bíblica para la que nunca estamos preparados, sea o no buena la cosecha de nuestras aulas. 
Cada año nos fustiga como un cilicio, desatando una tormenta de polémicas surgidas de que a nadie le gusta tener la culpa

Los expertos, más apegados a la realidad que los políticos,  si que han llegado a una conclusión más certera sobre nuestros males. El problema está en la lectura.
Y es que comprender lo que se lee es el fundamento de todo aprendizaje, más en aquel que se evalúa de forma lecto escrita.

Es innegable es que los estudiantes españoles tienen un problema de lectura tremendo, y que son incapaces de mantener la concentración y la comprensión más allá de 10 líneas. Lo cual no solo es aplicable a textos, sino a enunciados de problemas de ciencias, gráficos o materiales necesarios para estudiar.
Es cierto que la educación española ha mejorado mucho en los últimos años, especialmente en su universalización y en la dotación material. Pero avanzamos en cantidad, no en calidad. Avanzamos por abajo, no por arriba. Ayudamos a los más necesitados o menos motivados, no a los alumnos buenos que precisan estimulo para ser brillantes. No nos engañemos.
La influencia de la mala lectura en los procesos de aprendizaje de todas las materias es conocida desde hace años. Es visible que nuestras carencias se remontan al momento en el que los niños aprenden a leer y a escribir, y se extiende por la metodología de aula de todas las asignaturas tanto en primaria como en la ESO.

Sobre el tema se ha estudiado mucho, y se ha experimentado demasiado. Hay pedagogos que defienden que la manera de enseñar estas destrezas debe estar basada en el aprendizaje de fonemas -el del clásico mi-ma-má-me-mi-ma-, otros insisten en enseñar a través de textos que tengan sentido y sean útiles, o en tener en cuenta los conocimientos previos del niño para adaptarse a ellos, o incluso quienes reclaman utilizar lecturas clásicas, nada de adaptaciones, para crear lectores de libros a la vez que se enseña a leer.
Pero claro, esto es España, así que cada uno ha actuado hasta ahora de espaldas a los demás, creando una educación aldeana y parcial, donde lo bueno de uno no sirve para los demás, y los errores de algunos no escarmientan al resto.

Vamos que la unidad metodológica (aun cuando la atención a la diversidad sea una exigencia) no existe. Esa fue la causa de la iniciativa de Florencio Luengo, pedagogo y coordinador del proyecto de escuelas democráticas Atlántida, que impulsó en su día una ambiciosa iniciativa para intentar recopilar y difundir lo mejor de cada teoría.
Una idea aplaudida por instituciones como la Consejería de Educación canaria y por el Ministerio de Educación (eso si, aplaudir se nos da de madre). El proyecto analiza todas las teorías existentes, recoger la experiencia de profesores de infantil y primaria y da un diagnóstico que permitiría impulsar instrumentos útiles para las aulas.
Muy bonito, pero seguimos chocando con la realidad.

Chocamos, de principio, con hábitos y rutinas muy extendidas, por ejemplo la práctica de enseñar a leer y escribir en 1º y 2º de primaria (6 y 7 años), y luego despreocuparnos, sin darnos cuenta que la lectura es un proceso que no madura hasta los 12 años, y en el que la implicación no debe ser solo de los colegios, sino de las familias (las grandes ausentes del proceso educativo desde hace años), eso si, con la preparación y los medios precisos, que no son tantos, ni tan complejos.
Pero es que la escuela es un aparcamiento de niños desde hace años, tantos como las familias hace que se han ido desestructurando y esclavizando al ocio y al empleo. Si no fuera así, algo tan sencillo como dedicar 20 minutos cada noche a los niños para leer un cuento, nos habría evitado muchos sonrojos con PISA y más aun, con nosotros mismos.

Porque la cultura del cuento, tan poco usada fuera del ámbito de la política, tiene una importancia capital en muchos aspectos. Sirven para contar y escuchar historias, estimulan las conversaciones dentro de las familias, y facilitar la construcción del lenguaje escrito a través del oral. Además facilita ese contacto familiar con la palabra el aprendizaje fonológico, el vocabulario o la lectura en voz alta. Y todo esto, dentro del lenguaje del contexto familiar y social. Hechos que debería tener en cuenta la escuela.

Pero también chocamos con un problema de desenfoque, en el sentido de plantear materiales y herramientas inapropiadas por arriba o por abajo para nuestros alumnos, inadecuados para su edad madurativa, por entendernos. Como muestra un botón, no es raro ver en un libro de Lengua y Literatura de 1º de ESO (12 años), términos como “omnisciente”, que no se que significa ni yo. ¿No seria mejor explicar primero el término “responsabilidad”?. Nos vamos por las ramas del academicismo, cuando carecemos de lo elemental, que los chicos comprendan lo que leen y sean capaces de expresarse con corrección oralmente y por escrito. Y para eso hay que motivarles, implicarles y proveerles con textos que les sean útiles y que vean que lo que aprenden tiene una finalidad: comunicarse, y eso con métodos de este siglo, no de hace dos.


No estaría mal llevar las bibliotecas a las casas, ni volver a la sabiduría de los clásicos. Pero aun mejor seria que nos pusiésemos de acuerdo, que la docencia cayera en la cuenta que la lectura no es un problema de los de lengua, y que leer, a fin de cuentas, esta vinculado a la expresión oral, la exposición en público, el debate, los argumentos, la búsqueda de la información, su interpretación y la socialización del conocimiento. Vivir vamos. 

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