jueves, 15 de junio de 2017

Sin perdón



Zenón, el compañero eléata de Jenófanes y Parménides, solía afirmar, en sus argumentos contra el relativismo heracliano, que en la raíz de la sabiduría se encontraba un problema de cognoscibilidad.


El politeísmo clásico estaba fundamentado en una percepción distorsionada de los reflejos del ser humano, por individuos muy dependientes aun de sus atavismos y ataduras consuetudinarias, rémoras de una sociedad en exceso dependiente del medio natural.

Siglos después, un ser humano imbuido de una dotación racional y tecnológica muy superior, deberíamos concluir que se encontraría en disposición de desarrollar unas cualidades sapienciales, lindantes con lo divino.
Somos conocedores de casi todos los más intrincados recodos del conocimiento, poseemos los recursos necesarios para desarrollar ilimitadamente nuestras capacidades de crecimiento moral, creamos y damos vida a capricho. Pero no. No somos sabios.
Porque recuperando a Zenón, no somos prudentes, no somos respetuosos, no somos agradecidos con quien nos tiende desinteresadamente una mano abierta, no somos capaces de permanecer atentos, abiertos y ansiosos ante todo lo que la vida y los demás nos dan. La cultura de la palabra que nos legaron nuestros padres griegos ha dado paso a una seudo cultura de la imagen, donde la conjetura se sobrepone a la razón.

“Solo os pido Alsir que confiéis en mi saber para sanaros”, contaba Merlín al moro Alsir, en la novela homónima de Álvaro Cunqueiro, mientras de espaldas a la puerta que cruzaría Alsir huido hacia la muerte, al abandonar la estancia, Merlín mezclaba los mil pedazos de su pócima en su mortero de piedra.
No mato a Alsir la enfermedad, sino la desconfianza. Pero la libertad tiene esas servidumbres, y también las tiene la ignorancia. Contaba hace unos días Javier Cercas, que la precipitación y la entrega a las apariencias le había llevado a cometer un serio error filológico en un artículo sobre el Quijote. Uno emanado de no conocer detalles mínimos pero existentes y ocultos sobre los entresijos de la edición de la segunda parte del Quijote. Detalles ajenos a la mayoría, pero no a su madre, como cuenta Javier, que explican el famoso hecho de la desaparición del asno de Sancho. Nada nos aportaría que yo repitiera aquí el hecho, por lo que a ese magnifico escritor os remito.

Emitimos “juicios”, por ponerles un nombre coloquial, amparados en sombras y apariencias, sin percatarnos del dolor que infligimos a los que nos rodean, a los que nos quieren o a aquellos que de forma casual se entrecruzan en nuestro camino.
El daño gratuito, el error cometido a sabiendas, el tiempo perdido, la fama y la honra rota. La ruin ingratitud a quien nos ayuda y nos muestra su afecto. La ignorancia, la falta de prudencia, la incapacidad, la violencia contra sus vástagos, el lacerante desgarro de la ilusión de una vida, la ausencia de piedad.

Todo eso hacemos cada día con nuestros semejantes, como hicisteis conmigo. Actos todos, sin perdón.

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