Quizá no
sea importante la foto. Muchos ni siquiera verán en ella algo especial. El
reflejo gráfico de un país envejecido, el reencuentro de dos viejos amigos, el
casual asiento de dos visitantes al congreso en una jornada de puertas
abiertas, o quizá en medio de un rodaje para una serie televisiva. Dos hombres
cansados, sujetos al frío, que en los hombres mayores se atisba en el fino
jersey que protege su pecho, tras el decoroso traje al que se niegan a
renunciar, un símbolo más de lo que los humanos nos resistimos a la decadencia,
inevitable e inexorable, a la que el tiempo nos somete.
Sin
embargo, en la foto no hay nada de eso, o un poco de todo, pero eso es lo de
menos.
Ya ninguno
de los dos nos acompañan, aunque en estos días de aniversario democrático se
les recuerda. El de la izquierda, que España ha sido siempre pura ironía, fundó
la actual derecha, mientras su compañero fue durante lustros el custodio de las
esencias de la izquierda rebelde a la derrota.
Pero la
belleza de la imagen no esta ahí, sino en que ambos eran españoles. Y que
supieron en un momento de necesidad olvidar su pasado, y sus rencores y
reproches, que eran muchos.
Porque todo
eso, con la acidez que atesoraban, poco importaba. Un día, el de la izquierda
descubrió que el sitio es lo de menos, siempre que pudiera ver la cara al otro,
tocar con la mano al otro y echarle unas palabras, aunque fuera para reñir. Y
le tomaron gusto a la cosa y se pasaron más de treinta años, ellos y algunos
más, soltando bilis en palabras. Que es muy bueno, porque al final coges
carrerilla y acabas hablando de paz, de libertades, de consensos y de
bienestar, y eso es más importante, al menos para nosotros.
No hace
mucho nos visitó en nuestras casas ese espíritu de redención en forma de una
serie de televisión que contaba, en fogonazos, la vida del cardenal Tarancón.
Un hombre de la iglesia que amaba tanto a Dios, que se propuso amar a los
hombres y contravenir comodidades y voluntades para, junto a hombres como los
de la foto, ir haciendo de España un país para vivir, y hacerlo en paz.
No pude
evitar emocionarme al ver en esa serie la historia de un sacerdote que, como
muchos otros de su época, se enfrentaron al poder, cada uno en sus
posibilidades y conforme a su espíritu, para conseguir acabar con un
ignominioso régimen de tiranía. Y salvo esa serie, poco queda hoy en el
recuerdo de aquellos curas obreros y aquellos obispos inquietos, que trajeron a
rastras la democracia hacia nuestras casas y nuestras calles.
Y algo
parecido puede pasarnos con estos dos abuelos de la foto. Para muchos, los
actos de despedida a Fraga y a Carrillo, muertos con poco tiempo entre medio, fueron
en su día excesivos, teniendo en cuenta que hablamos de un ex ministro de la
dictadura y un comisario comunista represor. Pero juzgar la historia fuera de
su contexto no es riguroso.
Cada
momento histórico exige una forma de actuar, nos permite unas acciones u otras
y modela una personalidad y una madurez que, al final, es el elemento decisivo
en los procesos históricos, que no los construyen las ideologías, sino los
sentimientos, los intereses y las convicciones y capacidades personales.
El Fraga
miembro de la nomenclatura franquista no era el mismo, ni vivía en el mismo
instante que el Fraga que permitió el primer congreso de UGT en España, que
impulsó el turismo y con él la apertura, que acabó con la censura previa
(aunque se mantuviese esta en otras nocivas formas), que hizo palanca al
régimen oponiéndose a opusinos y tecnócratas o que fue lacerando a la derecha
contraria a la democracia, construyendo un partido de masas, capaz de vivir en
libertad y respetar la convivencia. Una frase que para muchos será engolada,
pero que hace treinta años, era una utopía. Y el Santiago comisario comunista
que firmó sentencias por miles en el sitio de Madrid, en plena Guerra Civil,
poco tenia que ver con el hombre que trajo al comunismo al escenario de la
democracia, hizo renunciar a la izquierda del blasón revolucionario y tendió su
mano para sacar a delante al país que al mismo había echado a patadas años
atrás.
Cada vez
que veo en los medios de comunicación a la gentuza que puebla estos días los
juzgados y las cabeceras de telediarios, por robar, asesinar niñas, dilapidar
el dinero o corromper voluntades, me viene a la cabeza la imagen de hombres y
mujeres de bien que, aunque llenos de defectos y pasados, supieron adaptarse a
su momento, rectificar sus vidas y anteponer el bien común a sus intereses.
Personas como Dolores Ibarruri, Pilar Bravo, Mercedes Vidal, Gregorio Peces
Barba, José Pedro Pérez Llorca, Miguel Herrero, Simón Sánchez, Marcelino
Camacho, Vicente Enrique y Tarancón, Miguel Roca, Adolfo Suárez, Santiago
Carrillo o Manuel Fraga, por citar a unos pocos. Hombres y mujeres que han
desaparecido de forma silente o que permanecen entre nosotros entre el olvido,
mientras apenas tenemos ojos cada día para la mugre que nos gobierna, en lugar
de aprender de quien nos trajo hasta aquí.
No veo mal
un homenaje público a Manuel Fraga, ni otro a Santiago Carrillo, más bien hecho
en falta muchos más, a los padres de nuestra democracia.
Ah, se me
olvidada, el de la izquierda es D. Manuel, y el de la derecha D. Santiago, dos viejos
políticos, padres de nuestra patria, que han purgado sus pecados en otras
conversaciones como esa, y gracias a las cuales yo escribo esto, y tu lo lees,
porque a diferencia de nuestros antepasados, tu y yo, somos libres.
Imagen, el Periódico
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