sábado, 24 de octubre de 2009

Vaticano, entre el poder y la verdad


No han sido pocos los que en estas últimas semanas han mostrado su indignación contra el contenido de la última película de Alejandro Amenabar, “Ágora”. La actitud crítica ha procedido de sectores conservadores de la iglesia, y de seglares que, incluso de buena fe, suelen mostrar una escasa capacidad de enmienda y aceptación de crítica. En esas estábamos cuando hace una semana, una amable lectora de Madrid escribió a la redacción de eolapaz.com para mostrar su indignación sobre uno de mis artículos, aquel en el que en los prolegómenos de un texto que criticaba a quienes se arrogan poderes sin permiso de nadie, véase el comité olímpico, yo hacia una mención, al entender de esta señora cruel, hacia San Cirilo, a la sazón la mente ejecutora de Hypatia de Alejandría, la heroína de Amenabar.

No puedo por menos que entender dramático que quienes basamos nuestra vida en alcanzar un reino más allá de las nubes, seamos tan terrenales, y que quienes profesamos defender al prójimo a través del amor antepongamos la fidelidad al poder que a los que precisan el servicio de este. Y es que solo así se entiende que muchos cristianos consideren prioritario el buen nombre del papa, o cualquier otra jerarquía, a fin de cuentas un mero instrumento divino, antes que la verdad y, a través de esta, la corrección de nuestros actos, no siempre muy cristianos.
Al hilo de esto, una noticia, de esas de página 30 en España, me ha llamado la atención estos días. La descubrí mediante las páginas de un diario uruguayo, ejemplo de una sociedad donde el mensaje de Cristo se considera más importante que los mensajeros. La noticia tiene como protagonista a Dino Boffo, un conocido periodista italiano, director del diario Avvenire, periódico de gran predicamento en Italia, y que pertenece a la conferencia episcopal de ese país, que de momento dirige el cardenal Angelo Bagnasco.
De sobra son conocidas las andanzas del primer ministro Berlusconi, más aun su tendencia al abuso de poder, la manipulación de la conciencia social, la monopolización de los medios de comunicación de masas y la actuación según patrones morales poco acordes con la moral natural y el respeto a la dignidad humana. Boffo debió considerar que los comportamientos del primer ministro italiano chocaban de lleno con el mensaje evangélico y la proverbial vocación de la iglesia de traer el reino de Dios a la tierra. La critica del medio que dirigía resulta comedida en las formas, pero certera y demoledora, hasta tal punto que la presión vaticana acabo forzando la dimisión del periodista y, lo que es más importante, un cambio significativo en la línea editorial del diario, ahora más apolítico.
La explicación vaticana del hecho, ante las crecientes criticas hacia la medida y lo que supone de triunfante criterio de mirar hacia otro lado, en los evidentes excesos del primer ministro, ha resultado peregrina e inquietante.
Inquietante por que la dimisión forzada de Boffo cuestiona cual es, al menos para la iglesia, la utilidad moral de la información, al tiempo que desvela una profunda grieta entre los diversos sectores del gobierno de la Iglesia. Boffo no parecía haber contado hasta ahora con ninguna limitación de la conferencia episcopal vaticana, antes bien, los obispos de ese país ya habían dejado ver, incluso fuera de las páginas del diario, una postura beligerante contra Berlusconi y sus excesos políticos y sexuales, sangrantes en un mandatario que emplea como activo electoral su militancia católica.
La quiebra de la confianza puesta en él no vino pues de ahí, sino del poderoso cardenal Bertone, el secretario de estado de Benedicto, empeñado en imponer una política liberticida del clero, bajo el manto de una doctrina no intervencionista en los poderes del estado, al tiempo que busca, desde hace tiempo, cercenar el poder de las conferencias episcopales, los “pequeños vaticanos” como el los llama, para aumentar el poder monárquico del inquilino de la silla de Pedro. Boffo reunía los dos pecados. Beligerante con el poder, y pluma armada de los obispos.
El ataque a las iglesias nacionales, salvo que su enemigo sea un gobierno de izquierdas, como en España, arranco con el “informe sobre la fe”, un documento muy conservador firmado por Vittorio Messori, que argumenta teológicamente la obediencia debida y nula autonomía que deben tener las asambleas episcopales nacionales. Tras ello, la remoción de sus cargos de destacados colaboradores de Wojtila o de clérigos críticos con el poder, han abierto la veda en el Vaticano, a una verdadera cacería de la verdad.
El actual Papa ha defendido esta actitud neutral de la iglesia como una muestra más de que la comunidad católica no ambiciona poder, ni pretende obtener réditos políticos, pues esto, como Benedicto denuncio recientemente en Brasil, puede conducir a la secularización de la iglesia. Lo cierto es que varias décadas después del Vaticano II, la apertura de la iglesia sigue paralizada, y la vocación de defensa de los pobres y los desfavorecidos ha quedado tan solo en una actitud individual de algunos religiosos, mientras otros dedican su tiempo a coquetear con el poder, sepultar la verdad social bajo el rito y la liturgia y construir con mimo su carrera y la de sus adláteres y consentidores.
Ya sabemos que la iglesia, como institución no debe aspirar al gobierno, ni jugar a las reglas del poder temporal. Tan cierto como que la Iglesia no puede faltar a la verdad, ni dar la espalda al evangelio, y mucho menos a los que sufren. A veces llamar a alguien ladrón o sirvenguenza es un insulto, en luchas otras no hacerlo es faltar a la verdad, mentir.
La iglesia no es de Ratzinger, ni de Berlusconi. No es de Marx, ni de Wojtila, es de Dios, y por ello su único fin debe ser extender sus mandatos, aunque eso incomode al poder.
Y es que Ágora no es una ficción, aunque es cierto que miente en algo, no son los cristianos los que matan la verdad, son los poderosos, vistan o no de púrpura.

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