domingo, 4 de octubre de 2009

Olímpicos, o no límpicos


Como suele ocurrir cada cierto tiempo, Amenábar estrena película. Seguro que brillante, pues otro resultado es difícil en una mente tan privilegiada como la suya. En cualquier caso el éxito esta asegurado tras una campaña de marketing gratuito colosal, tanto como los decorados alzados en Malta para que hasta el aire oliese a antiguo. Teniendo en cuenta la cantidad de genios a quien nadie hace caso, y que hasta la radio pública le ha dedicado espacios y programas promocionales, algo de mangoneo y agravio si que hay.

Saliéndonos del cine, resulta indignante comprobar que su valor, el de un producto, no lo olvidemos, comercial, esta fijado al margen del público. Entendidos, sabios y augures ya han pronosticado su triunfo, han desgranado sus valores y han obtenido sus conclusiones. Perdón, las conclusiones, aquellas que los demás mortales debemos obtener, alardear en charlas y seguir en conductas.
Contaba ayer en ABC Luís Alberto Cuenca, no se si con ironía, que el culpable de lo que la película narra (unos pérfidos cristianos masacrando el libre pensamiento, y encima en forma de mujer) fue San Cirilo, que tras mandar a mejor vida a los seguidores del culto de Isis, trunco la vida de Hepatia, y tras ella la de los priscilanos. Ateos, gnósticos o sincréticos, todos los citados en la película eran distintos, de ahí su martirio a manos del pensamiento único que representaban los cristianos. Eran heterodoxos, en letras de Menendez Pelayo. Esa es la lectura de la intelectualidad gubernamental española. Una lectura impensable aquí, en Montevideo, y que como escribe hoy Reynaldo Fuentes en La Nación se reduce, la película, a algo más simple, un tugurio. Y es que ante tanto credo, adivinación de estrellas y debate metafísico, caben dos preguntas muy simples. ¿Quién dio a San Cirilo vela en este entierro?. ¿Dónde estaba Constantino, el emperador romano de la época?.
Sin respuesta, salvo que esas situaciones no son solo propias de una película de peplum, ni se albergan solo bajo las estrellas de la antigüedad. Son cotidianas, hoy como ayer.
En realidad, estos sublimes narradores de cuentos, que son los Amenábar de cada época, no se fijan en el pasado, sino en lo que les rodea. Realmente Alejandro cuenta la historia de Hepatia, o la de Cirilo?. ¿El centro de todo es la mujer que anhelaba saber y pensar, o el San Cirilo que se apropio del poder y, como hoy, gobierna, sin saber nadie porque, y con el despotismo rampante en su yelmo?.
Bernie Ecclestone, el dueño de la F1, a través de un entramado indescifrable de empresas fantasmas, abogados en las Caiman, empresas intermediarias y de capital riesgo, es solo el creador de un inmenso plan de evasión fiscal y conspiración económico – política que le ha permitido, como al Cirilo de Amenábar, pasar de ser un sencillo vendedor puerta a puerta a jefe de una escudería, la Brabham, y ahora dueño y señor de la F1, el segundo mayor negocio del mundo, que por algo le llaman el supremo al buen señor. Daria igual su apropiación de tal invento, pero es que F1 no es solo un negocio, afecta a inversiones millonarias en las ciudades en que vivimos, afecta a miles de empleos, y afecta a decisiones políticas que condicionan nuestras vidas. Sino no se entiende, por poner solo un ejemplo, la donación de un millón de libras al laborismo que Ecclestone realizó a un bisoño Tony Blair, cuando para nadie era un secreto su segura primera victoria electoral. Y, en esa influyente empresa mundial, ¿quien más toma decisiones?. Max Mosley, presidente de la FIA y compañero de correrías sexuales y trapicheos, Charlie Whiting, director de carrera y antiguo jefe de mecánicos de Brabham y Herbie Blash, otro directivo de Brabham y alto cargo hoy de la FIA.
Y nadie les ha elegido, pero sus decisiones (perpetuas a tenor del contrato actual de explotación, que Ecclestone ha conseguido que sea por 100 años), nos afectan. Que se lo digan a Francisco Camps, el presidente del PP amante de los trajes, al que Bernie hizo un favor impagable cuando anuncio que si Camps no ganaba las elecciones de 2007, la F1 se iría de Valencia, y con ella muchos millones. Claro todo con la ayuda y consejo de su socio Alejandro Agag, yerno de Aznar.
Claro, los regimenes autoritarios no se caracterizan por ser exquisitos en el trato, sino vengativos, abrasivos e intrigantes. Un ejemplo de ello es el olimpismo. Y que conste que no escribo desde la amargura ni el despecho. Pero hay cosas que caen por su propio peso. El Comité Olímpico Internacional nada tiene que ver con los Dienicos griegos que preservaban el fuego sagrado e instaban a partes en conflicto a la sagrada paz, buscando inyectar, lentamente en cada vena griega, el virus de la convivencia. Hoy el olimpismo moderno solo es una gigantesca empresa de organización de eventos, a mayor gloria de la humanidad, que así se lava la cara y oculta sus miserias. Un mes cada cuatro años el mundo se detiene preso de una lagrimita, ante el desfile festivo de su atletas, los otros 47 meses, a veces más, puedes hacer la mayor de las tropelias, sin que pase nada. No hay más que recordar Pekín, la ciudad de los juegos más hipócritas de la historia.
Gobiernos, intelectuales, sindicalistas y gentes de bien, no solo se han plegado al juego de esta cohorte de comedores, sino que les defienden, apadrinan, protegen, alaban y rinden pleitesía. Ante ellos ruegan, lloran y suplican, desde genios de la ciencia hasta Obama, pasando por nuestro rey. Y es que, ¿Qué seria del pobre Alberto de Mónaco, sin la patina olímpica?. Pues tendría la misma categoría y consideración que el director de Port Aventura. Al fin, su país no es más que un parque temático para ricos.
Sin embargo, hemos de ser justos. El olimpismo no existe, los miembros de su comité solo lo son de un club privado que ha caído en gracia, como Ecclestone, y que se sostienen en nuestra necesidad de enmascarar lo miserable que es la raza humana, haciendo de vez en cuando una ofrenda a los dioses.
Pero nosotros ya lo sabíamos. Por mucho que ahora se diga que el presidente del COI animó y dio esperanzas a la candidatura española, ya lo sabíamos. Ya sabíamos que el voto es dirigido, que hay rotación de continentes, que tras las decisiones hay muchos intereses ocultos de tipo económico y político, a veces de tipo personal, que algunos miembros han robado tanto, que hasta sus compañeros les han sancionado, o que el gobierno, como de costumbre, anda a por uvas, como en el tema de las leyes anti dopaje. Así y todo, Alberto se empeño, sus adlateres le animaron a caminar por la orilla del desastre y mandamos dos aviones cargados de gente ingenua y vividores profesionales a defender un imposible, inculcando, ya de paso, una gran desilusión en un pueblo ya muy cansado de esta ralea de chupa sangres que nos desgobiernan.
Para los que vivimos tan lejos de España resultó emocionante ver a Mónica Figar Goghen, una niña de doce años, emotiva, segura y limpia, como un presagio del futuro de nuestro país. Resultó triste ver al rey y a Samaranch suplicar a ese grupo de magnates olímpicos, no elegidos por nadie, por unos juegos, poniendo como razón su edad, sus nietos o el hecho de que ellos también ayudaron en su día a esta pantomima, como quien pide, ruega, la devolución de un favor. Resultó indignante contar las ausencias de quienes nos sangran, y no aparecen ni cuando, rara vez, hacen falta, caso del duque de Palma, muy olímpico él, que prefirió seguir regodeado en su lujo wasintoniano, bien protegido por los guardaespaldas que pagamos todos, dieta y desplazamiento incluido, para que el señor se evada del paro español.
Las críticas posteriores han sobrado. El estilo nunca se debe perder, sobre todo cuando ello puede acarrear entrar en la lista negra de esa gente. Ahora toca olvidar y hacer recuento de quien y porque se metió la pata al meternos en esta aventura. Lo siento por las gentes limpias cuyo sueño murió en Dinamarca. Lo siento por Alberto, un hombre al que admiro. Lo siento por Madrid, porque solo allí fui feliz.

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