No es de una canción de Julieta Benegas de lo que vengo hoy a hablaros. Sino de Ana. “El presente es lo único que me queda”, solía repetir a diario una de mis convecinas, conocida por su valentía y su lucha diaria contra ELA, cual caballero templario.
La historia
de Ana empieza como la de tantas mujeres. Conoció a Juan en la universidad, en
Oviedo. Se enamoraron, y cuando no aguantaron más la ausencia uno de otro, se
casaron. Una vida destinada a la felicidad sencilla de cualquier pareja
española, vivir juntos y vivir en paz. Apenas un año después de llover el arroz
llegó ELA, la esclerosis lateral amiotrófica o enfermedad de Lou Gehrig, y
atrapó a Juan. Pasaron cuatro años, que podéis imaginar. Bueno, no, no los
podéis imaginar. ELA batió con fuerza todo el sistema motor de Juan. Las
neuronas que habían vencido a la muerte, de momento, apenas le permitían
arrastrar su pena por la calle y articular alguna palabra. Pensaba, sentía,
comprendía, amaba y lloraba, pero ELA le encerraba cada día más entre sus
huesos inmóviles, en una guerra con un final ya escrito. Era raro no ver, a
cualquier hora del día, a Juan y a Ana paseando por la calle con Task, su perro
alsaciano, pendiente como un ángel de su amo. Ana no encontró mucho apoyo en
estos años. Bien es cierto que no hay mucho donde rascar. No se sabe el origen
del problema, casi no hay remedios, y todo queda en montar aquí y allá
barricadas ante ELA, donde se pueda, con el fin de retrasar la muerte tan solo,
recoger la dignidad con alfileres, acaso.
Como quizá
alguno sepa, ELA mata poco a poco a las neuronas motoras que se encuentran en
el tallo del cerebro que controlan el movimiento, y a las de la médula espinal,
que sirven como enlaces de comunicación entre el sistema nervioso y los
músculos voluntarios del cuerpo. Como ELA solo afecta a las funciones motoras,
no provoca el declive de la mente, la personalidad, la inteligencia o la
memoria de las personas, con lo que el sufrimiento es mayor, pues eres
consciente, día a día de tu destino fatal. En un año, en tres, en diez como
mucho. Entre el poco armamento que posee, la medicina facilitó a Juan un puñado
de balas. Riluzole, para reducir la liberación del glutamato y evitar así la
calcificación de las neuronas, algunos tratamientos sintomáticos para espasmos
y rigidez… Y nada más.
Los médicos
avisaron a Ana de lo que la venia encima y de los medios que serían precisos.
Para mantener la agonía y mejorar algo su calidad de vida haría falta ejercicio
moderado, planes de trabajo y aparatos para suplir lo que fuese fallando, el
habla, el movimiento, la respiración. Pero eso sería emplear para cada paciente
un ejército de médicos, farmacéuticos, terapeutas físicos, ocupacionales y del
habla, nutricionistas, trabajadores sociales, y enfermeras que no hay
disponibles. Valdecilla se volcó con ella, justo es decirlo, pero la voluntad
no cura, los medios sí.
Ana tiraba
de Juan para que no se detuviera, mientras él se languidecía por nuestras
calles, tropezando y arrastrando sus piernas, con el brazo encogido sobre el
pecho, como sujetando un corazón junto al que la vida se escapaba. Los hijos
que habían soñado no llegaron, pero la parálisis si, y los ahogos, y el dolor,
y el llanto de Juan que se resistía indefenso. Ana dejó el trabajo para
atenderle, vendió su casa y se marchó con él a Herrera, con sus padres,
buscando otro aire, y una ayuda que aquí no llegaba. Y allí murió, como tantos,
con sus pulmones rendidos.
Ahora toca
limpiar los ojos y regresar a la vida, pero sin casa, sin trabajo, y sin Juan.
Defendemos la igualdad, hemos creado una ley de dependencia muy bonita, tenemos
ministerio y hasta presumimos por el mundo de ser un estado social y moderno.
Pero cuando hizo falta ayuda, Ana descubrió que la ley carece de dotación de
medios, y la tocó bregar sola. Ahora que debe volver a la vida, que ha ahorrado
al estado una atención que este prometió, que renunció a su trabajo por Juan,
tampoco la tendrá. Como ella, muchas mujeres que renuncian a su vida y su
profesión para atender a muchos españoles dependientes no son iguales a los
demás españoles, ellas están solas, con la única ayuda de la sonrisa, a veces,
de quien les premia su auxilio con una mueca y un brillo en los ojos. Dicen que
la ley de dependencia avanza, y que ejemplos como el del banquero Francisco
Luzón pueden ayudar a la sociedad a tomar conciencias de este drama.
Pero aun
así, vista la intrahistoria de muchas familias, se me antoja poco. Poco en la
práctica, y menos aún en las mentalidades y en el planteamiento de la
asistencia social y de la igualdad.
Según contaba hace unas semanas Isabel Gemio en “Te doy mi palabra”, en
la cadena SER, si una mujer pretende contratar un seguro médico, teniendo 45
años, pagará de cuota mensual 49 euros. Si es hombre, de igual edad, 33. Y
nadie la preguntará su profesión, ni su historial sanitario. Solo importa lo
que tenga entre las piernas. Eso también debe ser igualdad. Y lo debe ser
porque a nadie le importa.
Seguro que
nadie prestará atención a la historia de Ana, o de otras muchas mujeres que
como ella han enterrado su vida y su amor ante la indiferencia de una sociedad
recortada. Las mujeres, y los hombres, que atienden a dependientes seguirán
solos, sin conocer lo que es la igualdad con el resto de los mortales.
Seguro que
ante una publicidad sexista o un comentario indolente medio gobierno y toda la
oposición afilaran hachas, pero el día a día seguirá siendo ignorado. Por todo
eso os decía que a mujeres como Ana, ya
solo las queda el presente.
Hoy en el Congreso,
tras una impactante defensa de los afectados por parte de Juan Carlos Unzue, también
afectado, los grupos políticos se han comprometido a tramitar una ley para
estos enfermos.
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