domingo, 2 de febrero de 2020

Querida Ana



Siempre has sabido encontrarme cuando el aire se hacia oscuro y la luz se tornaba turbia. Siempre te he encontrado en los años oscuros. Y en los otros también, para decirme un halago, mirarme a los ojos para adivinar que ocurría o para, sin mediar palabra, regalarme un beso de cariño, una palabra amable, una caricia en el aire.

Dicen tus antiguos alumnos que fuiste para ellos una gran maestra, la que les enseñó, acogió y les hizo felices.
Yo, desgraciadamente no he sido tu alumno, pero también me hace ser feliz cada día esperar encontrarte para intercambiar una mirada, quizá una frase y siempre unas gotas de esa alegría tuya que me es tan esquiva.
Doy fe de cuanto atesoras y cuanto das entre las paredes de tu aula, o en aquel lugar que se apreste a tu maestría. Doy fe que eres una de las protagonistas de esta casa común con tu quehacer diario inculcando a tus niños valores, amores y compromisos. Pero yo siempre he admirado tu forma de tratarnos a todos, hasta a los que no conoces ni lo harás nunca.
Mientras escribía estás líneas me han venido a la mente todo eso que haces y parece invisible.
Recuerdo cuando, con otras ilusionadas mujeres os dedicabais a ir por bares y tiendas vendiendo unos pequeños broches que vosotras mismas hacíais, con la cara de un niño para un proyecto de Manos Unidas. Recuerdo aquel mercadillo o el bingo solidario o la lotería, recuerdo cuando mandabais dinero a aquellas monjas para que cuatro niñas fueran a la universidad.
Recuerdo que tu no te rindes nunca, aunque el corazón te duela y el alma te siga pegada solo con una cinta de color esperanza.
“Algunos hacen viajes a lo largo de las carreteras. Otros hacen el camino también”. Quien te conozca te habrá oído esa frase, aunque esté con los labios prietos, solo en el candor de sus ojos.
Hay gente especial, gente decisiva en nuestras vidas, bien porque construye catedrales, sana cuerpos o mentes, descubre estrellas y Atlántidas o da forma a las personas. Este último, uno de los oficios más nobles de un ser humano, es el tuyo y el de ese conjunto de magos del gesto, la palabra y el alma que trabajáis con los más pequeños
Esta semana he estado deambulando con algunos amigos de aula buscando no se aun que.
Paseando entre el tibio sol de invierno te he comprendido a ti y a tu, a veces melancólica mirada que encuadra su rostro, aunque sea entre tu perenne sonrisa. Te he comprendido, porque el paisaje y la gente que encontré a mi paso me hicieron recordar las palabras de una niña que pudo en su niñez pudo degustar el vigor y el entusiasmo que desprendías. “Aquello no era dar clase”, me decía María, “Lo que hizo con nosotros ella y los suyos fue darnos un arma poderosa con la que convencernos de que el trabajo colectivo resuelve nuestros problemas, que vivir en comunidad acrecienta nuestra fuerza, que amar y sentir, en la piel de otros nos redime y nos hace crecer, porque en la entrega a los demás nos descubrimos mejor, sin tapujos y sin miedos”. Una niña de diecisiete años. Eso es lo que aprendió de ti en tan solo un año.
Querida Ana, tu siempre has buscado crear comunidad, generar orgullo entre la gente de tu propia existencia, sacar del anonimato a cada maestro y recordar el valor a todos nosotros de lo que nuestra casa atesora.
Pero de toda esta comunidad, y sin desmerecer a nadie, quien irradia más luz, cuando sales a su encuentro eres tú. Frágil, menuda, luminosa, como un torbellino que te atrapa y ante el que no puedes resistirte. Tú nos miras a los ojos y nos dices “la educación es la vida”. Y tú la amas desde ese instante.

Querida Ana, no quiero irme sin darte las gracias. No quiero irme sin que sepas cuanto me has arrastrado a la luz. No quiero irme sin decirte que no me iré de ti.

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