lunes, 4 de abril de 2016

Reflexiones sobre el mobile learning



Valenciada, Manresada, encuentros y proyectos de mobile learning que se desarrollan estos días y que son fascinantes, un desafío a la altura de la capacidad de las maestras y maestros de este país.
Conocía el proyecto y otros similares, incluso he participado en algunos y los resultados y los avances en el aprendizaje son muy superiores a los retos y esfuerzos que reclaman. Me ha llamado la atención el uso de socrative, que desconocía y que me parece una buena opción para valorar y evaluar este tipo de experiencias.
Creo que merece la pena.
Lo primero porque es necesario contextualizar el aprendizaje, dando utilidad a todo aquello que hacemos. Lo segundo porque la escuela debe inmiscuirse en la vida ciudadana, formar parte de ella y desarrollar proyectos que se puedan “emplear”, de manera que la sociedad deje de vernos (en ocasiones) como un aparcamiento de niños, un desván decimonónico en el que transmitimos conocimientos en desuso, cuando no directamente ociosos. Y en tercero porque en ocasiones estamos dando la espalda a medios digitales que forman parte de la vida de las niñas y niños, pero no de la escuela, cayendo en la paradoja de que el alumno (y una simple lectura a las normativas de centro lo revela) debe dejar fuera de la escuela, o escondido en su mochila, ese aparato que luego es para él inseparable y la ventana que le une al mundo real.
Eso sin contar el carácter multidisciplinar de estas experiencias, el hecho de convertir el mundo entero en el aula o la satisfacción y motivación que produce en un alumno hacer algo, más aun si es útil, reconocible y reconocido.
Pero tampoco nos vamos a engañar, los retos son considerables. Mi última experiencia fue un callejero virtual que permite a los vecinos de mi ciudad geolocalizarse y conocer la historia y los servicios de cada calle con un QR en cada escaparate de la ciudad. Ha sido hermoso, pero el punto de entrada a un laberinto de problemas y despropósitos. Convertir una ciudad en un aula o en un juego de aprendizaje es convertir al profesor en objeto de crítica por algunos inspectores (que duda que eso no impida acabar el temario), de algunos padres (que ven en el proyecto la encarnación de la teoría del caos, con los niños colgados de sus teléfonos y saliendo del aula para, sabe Dios que) de algunos de tus compañeros (a los que acabas de romper el sofá de sus comodidades o abocas a un soberano esfuerzo de adaptación) e incluso de algunos alumnos, que ven peligrar su tradicionales éxitos evaluativos, al presentarles exigencias ya no rutinarias.
Eso sin mencionar los problemas organizativos y, como ha dicho una compañera, financieros y tecnológicos. Y es que, al menos algunos centros, vivimos en precario, con un presupuesto limitado para cartulinas y una wi-fi a la que le falta la segunda sílaba (y ordenadores del pleistoceno y lectores de diskettes por memoria).
Con todo, lo que más me llama la atención son las carencias de conectividad. Se trabaja mucho para extender y compartir el conocimiento, un conocimiento lleno de nombres brillantes que nos inspiran a todos (Raul Diego, Poyatos, Reinoso, Salva, Yalocin…) pero nuestros alumnos (nosotros mismos en ocasiones) no están interconectados, no realizan tantos proyectos intercentros, no comparten tantas ideas brillantes como hay. Porque si nos parece chica un aula, una ciudad no es bastante grande. El límite es solo la imaginación, y la educación es infinita, por eso lo individual y aislado, carece de sentido.


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