jueves, 1 de mayo de 2014

La soledad de la ciencia



La imagen de todos los rectores de la universidad española, al unísono, pidiendo al gobierno piedad para esta institución, es para abrir las carnes. Ha sido el penúltimo episodio de un largo camino de abandono de la universidad y de toda la estructura investigadora de nuestro país, amparados en las escuálidas posibilidades financieras de nuestro país.


Hace unas semanas, el ejecutivo ya había lanzado la nueva ley de troncalidad que modifica la carrera de medicina, prolongando la formación con un segundo ciclo de prácticas, lo que aboca a estos estudiantes a un largísimo ciclo de residencia hospitalaría donde ejercer de “médicos” a bajo coste.

Antes, el ministerio había anunciado el ajuste de las plazas en medicina a las disponibles en el MIR. Esas, y otras medidas más van más allá de una aparente medida de racionalización administrativa y eficiencia en la formación, hasta adentrarse en la reducción de plazas, plantillas de profesores y medios de formación.

Reducir la formación de médicos a la preparación de personal sanitario asistencial es una simplificación que se lleva por delante dos de las utilidades de la universidad, la formación global de la sociedad y la labor de investigación. Es una medida, en esa larga ristra de recortes educativos y sanitarios que ejemplifican la ceguera de algunas sociedades ante la investigación y la ciencia. Para nuestra desgracia, una de esas sociedades es España.

Ahora estamos en tiempos de abstinencia. Pero eso no es óbice para reconocer una larga tradición de desaciertos en políticas de investigación y una falta de visión dramática en la actualidad. Puede parecer que todo está sujeto a reducciones de gasto, pero no. Comer o curar son necesidades humanas inaplazables, pues enseñar, aprender e investigar también.

La España de la última época, en lo tocante a ciencia, esta ejemplificada por equipos como el Real Madrid en el fútbol, y que me perdonen sus hinchas. Mucho galáctico, y poca cantera. Desde los gobiernos de Aznar vivimos una época de gasto en recuperar figuras de primer nivel, construcción de grandes infraestructuras (Como el Centro de Investigación Príncipe Felipe de Valencia o el CNIO de Madrid) y poca dotación de presupuestos estables, que es lo que realmente precisa la ciencia, continuidad y seguridad en su trabajo, de manera que no se dejen las cosas a la mitad, provocando daños y pérdidas, generalmente, irreversibles.

El fracaso de la investigación en España no solo está provocado por una falta de mentalidad y valoración social, no es solo un problema cultural, no nos engañemos.

Los investigadores españoles afrontan su trabajo bajo una panoplia imposible de modalidades de contratos y sistemas de trabajo, descoordinados, variables, cambiantes según la comunidad autónoma. Sistemas de contratación que abandonan la retribución del trabajo realizado por un método que raya la caridad, sujeta al albur del político de turno y sus sensibilidad y necesidad electoral.

Es cierto que la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación de hace dos años presenta en este campo algunos avances, como la existencia de una agencia de financiación de la investigación o la creación de nuevos contratos (más) para el personal investigador. Pero se mantienen muchas de las deficiencias y vicios de nuestro sistema científico.

No es normal que nuestros centros de investigación tengan tan poca repercusión o trabajo coordinado con otras instituciones internacionales. Como no es normal que el nivel de resultados prácticos sea tan bajo, y con un nivel de patentes tan exiguo, habiendo tantos y tan buenos equipos en el país. En relación con eso, no es normal que los investigadores se vean exigidos, de manera tan compulsiva a publicar avances (hecho vinculado a la obtención de ayudas), lo que lleva a obsesionarse por escribir algo digno en Nature o Science, más que en lograr avances reales. De hecho España ocupa el lugar número 10 en publicación (según el Consejo Europeo de Investigación –ERC- ), pero el 31 en calidad de trabajos y su repercusión.

No es normal que no haya una política coordinada entre instituciones y comunidades autónomas (pese a que lo exige el artículo 149.15 de la Constitución cuando habla de la “coordinación general de la investigación científica y técnica”). Máxime cuando estas han acabado hace años con la autonomía de los centros de investigación, que son totalmente dependientes de los poderes políticos.

Parte de la solución arranca de un modelo de gestión más flexible y autónomo, menos cortoplacista en resultados, y parte de un modelo distinto de financiación. La falta de coordinación entre la administración central y las autonómicas produce un gasto ineficaz, duplicidades y falta de sinergias. Las mismas que no existen con respecto a Europa de la que, no se sabe muy bien porque, solo obtenemos el 4,5% del total de los gastos en I+D de universidades y centros públicos de investigación.

Una última solución es más obvia. En España hay mucho talento, pero hay que crear medios laborales y universitarios para retenerlo, quiero decir, menos gasto en tonterías y más en programas de excelencia y apoyo a los investigadores y doctorandos, en ocasiones arrumbados en sus departamentos entre becas miserables, trabajos inútiles para justificar el pago (como limpiar baldas de bibliotecas o hacer fichas de libros) o guerras intestinas entre facciones de departamentos. Convertir la labor de investigación en una tarea donde sus protagonistas estén protegidos y tengan derechos resulta una obviedad indispensable de recordar.

La última pieza es también obvia. Necesitamos a la empresa privada, su dinero. No para permitir que cuestionen o manejen las políticas de investigación, no, pero si para que tomen conciencias que apoyar los programas universitarios puede tener un retorno, una utilidad, fiscal, en patentes o en productividad. Una ley de mecenazgo que haga atractivo apoyar a los departamentos universitarios y los centros de investigación, pero preservando la autonomía de estos.




Imagen elventano.blogspot.com

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