lunes, 9 de junio de 2008

Entre magnolios


Es curioso como los gobiernos actúan de espaldas a la gente. Como la democracia en ocasiones se convierte en un ritual cuatrienal. Como la ciudad cede su sentido griego de lugar de encuentro común a los intereses económicos, el sentido mercantil del espacio y la prisa de la modernidad. Es curioso como las personas nos adaptamos a las imposiciones y recibimos como un mal menor, lo que en realidad son cesiones diarias al poder, que hacen a este adueñarse, poco a poco, sorbito a sorbito, de nuestras vidas, de nuestros pequeños placeres. Y un ejemplo lo vemos estos días en la plaza de Pombo, en Santander, masacrada por que un iluminado (ahora los llaman arquitectos, concejales, y cosas así), ha decidido montar en ella una selva de aluminio, cristal y cemento.

Creo que es uno de los últimos espacios verdes que, encajonado entre edificios, alimentan mi ciudad. Mi padre jugo en ella, muchos partidos, entre el rumor del gentío y el deambular de niños, absorbidos por sus juegos. Yo he cambiado sellos, he pintado muñecas y he deshojado amores entre sus magnolios. He vigilado a mi hermano, le he divertido entre cachivaches y hasta he corrido tras él, o me reído tras otros, muchas noches de viernes. Pero el espacio limpio, diáfano, cristalino y agorico de mi plaza va a desaparecer, y con ella sus magnolios. Sus recias raíces, se escapan entre las losetas, como la vida de Santander, y a la gente le molesta. Hay quien se muestra intranquilo cuando ve como la vida se abre paso, rompiendo barreras si es preciso para reinar sobre el asfalto, así que mis magnolios se van al destierro, junto a la autovia, lejos, para que no molesten, dejando su reino a alguna usurpadora farola de diseño. Pero no es eso lo que siega la yugular de mi plaza. Coches, muchos coches buscan casa, así que el aparcamiento que antes robo la tierra que se guarecía bajo Pombo, ahora pide más. Es lógico, los vecinos necesitan plazas, el ayuntamiento dinero, así que hay que cavar más, hay que agujerear más, hay que romper más. Pero también por arriba. Se construirán grandes tubos de aireación, torres de cristal para la entrada, nuevas rampas… Y el espacio claro entre árboles, el ágora de Pombo morirá, quizá solo un poco, pero lo hará. Un dédalo de piezas artificiales ocupara la plaza, como en tantos otros sitios lo ha hecho, y Santander callará, que no es cosa de frenar el progreso.
Quien se avenga a la farmacia Breñosa ya solo vera unos impúdicos esqueletos de magnolio, y quien con fortuna trepe hasta las balconadas del Palacio de Juan Pombo Cornejo, solo vera losetas grises reflejadas en los cristales de las torres. Lejos quedarán los días en que Rechina y Charibi sorteaban toros. Lejos aquellos en que el balonmano de Santander crecía entre el mirar de los vecinos. Lejos quedan los días en que Santander paseaba sus calles y sus palabras en espacios abiertos, donde corría el aire, y los niños jugaban y corrían sin obstáculos. Lejos están ya esos días en que sonreíamos enamoradas, entre magnolios.

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