En los últimos años, el término “anocracia” ha comenzado a sonar con inquietante frecuencia en informes de riesgo político y en análisis académicos. No se trata de una palabra nueva, pero sí de una realidad que describe un fenómeno contemporáneo: la erosión de la democracia sin que medie un golpe de Estado ni una dictadura abierta. Es el espacio intermedio —gris y peligroso— entre la democracia consolidada y el autoritarismo total. Y cada vez más países parecen instalarse ahí, incluyendo Estados Unidos durante la era de Donald Trump.
Una anocracia es un régimen político híbrido, donde las instituciones democráticas existen formalmente —elecciones, parlamento, tribunales— pero carecen de sustancia o equilibrio real. Los académicos del Polity Project, de la Universidad de Maryland, la definen como un sistema “parcialmente democrático y parcialmente autocrático”, caracterizado por inestabilidad, polarización extrema y pérdida de confianza en las instituciones. En otras palabras, es una democracia que se mantiene de pie, pero que ha dejado de caminar.
Históricamente, la anocracia suele surgir en momentos de transición o crisis, cuando los mecanismos de representación dejan de responder a la ciudadanía y el poder se concentra, ya sea en una figura carismática o en un grupo que manipula el sistema desde dentro. No es un régimen que se imponga de un día para otro; más bien se infiltra gradualmente, a través de discursos populistas, desinformación y la erosión deliberada de la separación de poderes.
El caso de Donald Trump es ilustrativo. Durante su presidencia (2017-2021), Estados Unidos —considerado por décadas el modelo de democracia liberal— mostró rasgos típicos de anocracia: desprecio sistemático por la prensa, ataques a las instituciones electorales, uso político de la justicia y una retórica polarizadora que dividió a la sociedad en “patriotas” y “enemigos del pueblo”. Según el Center for Systemic Peace, que elabora el índice Polity IV, Estados Unidos pasó de ser clasificado como democracia estable a “anocracia” en 2020, por primera vez en su historia moderna. La insurrección del 6 de enero de 2021, cuando seguidores de Trump asaltaron el Capitolio para impedir la certificación del voto, fue el símbolo perfecto de esa degradación: el Estado más poderoso del mundo mostrando que la democracia puede colapsar desde dentro.
Pero Trump no fue un accidente aislado. Es parte de una tendencia global. En Hungría, Viktor Orbán transformó un régimen parlamentario liberal en un sistema de “democracia iliberal”: mantiene elecciones, pero los medios están controlados, los jueces son presionados y la oposición apenas sobrevive. En Turquía, Recep Tayyip Erdoğan convirtió una república laica y plural en un Estado centralizado bajo su liderazgo personalista. En El Salvador, Nayib Bukele concentra poder con el apoyo de un fervor popular que justifica el debilitamiento del Congreso y la independencia judicial. Incluso en India, la democracia más poblada del planeta, el gobierno de Narendra Modi ha sido acusado de usar el nacionalismo religioso para sofocar la disidencia.
Todos estos casos comparten un patrón: la legitimidad electoral se usa como escudo para concentrar poder, no para rendir cuentas. Las elecciones siguen existiendo, pero pierden su función de control. El discurso populista —de izquierda o de derecha— divide al país en dos campos irreconciliables y desacredita cualquier forma de oposición. En ese contexto, la política deja de ser diálogo y se convierte en una lucha existencial.
La anocracia no se produce por azar, sino como resultado de factores estructurales: desigualdad económica, pérdida de confianza en las élites, polarización mediática y redes sociales que amplifican el extremismo. El ciudadano cansado de promesas incumplidas busca líderes “fuertes”, y esos líderes aprovechan la frustración para presentarse como salvadores. Lo paradójico es que muchas veces llegan al poder por vías democráticas, y lo primero que hacen es debilitar esas mismas vías.
En el caso de Estados Unidos, la anocracia no se consolidó, pero dejó cicatrices. Trump demostró que las instituciones no son invulnerables y que la lealtad partidaria puede pesar más que el compromiso democrático. La “gran mentira” sobre el fraude electoral erosionó la confianza en el voto, base misma del sistema. Aunque Joe Biden ganó la elección y el sistema resistió, la mitad del país sigue creyendo que el resultado fue ilegítimo. Es el tipo de fractura que las anocracias necesitan para reproducirse.
La lección es clara: la democracia no muere de un golpe, sino de mil concesiones sucesivas. Primero se normalizan los ataques al periodismo, luego la manipulación de las leyes, después la violencia política y la intolerancia. Cuando nos damos cuenta, el edificio institucional sigue en pie, pero sin cimientos.
Hoy, en el mundo interconectado, la anocracia es el signo de un tiempo donde los mecanismos democráticos se vacían de contenido, y la ciudadanía —saturada de información y de miedo— ya no distingue entre verdad y propaganda. La defensa de la democracia, entonces, no consiste solo en votar, sino en sostener la cultura política que la hace posible: respeto, límites al poder y compromiso con la verdad.
Porque si algo nos enseña el siglo XXI es que la anocracia no necesita tanques: le basta con tuitear.
Fuentes
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Center for Systemic Peace, Polity IV Annual Report 2021. University of Maryland.
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Levitsky, Steven & Ziblatt, Daniel. How Democracies Die. Crown, 2018.
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Freedom House, Freedom in the World 2024.
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Snyder, Timothy. The Road to Unfreedom: Russia, Europe, America. Tim Duggan Books, 2018.
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The Economist Intelligence Unit, Democracy Index 2023.
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The Washington Post, “U.S. rated as ‘anocracy’ for first time, scholars warn of democratic backsliding,” 2021.
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BBC News, “How populist leaders are reshaping democracy,” 2023.
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