jueves, 4 de enero de 2018

A la sombra de cuatro corazones



Habían llegado a finales del siglo XIX. Eran tan solo un pequeño grupo de religiosos con dos corazones bordados sobre su hábito que pretendían extender la educación también entre las clases menos favorecidas de una ciudad industrial en pleno desarrollo, Torrelavega.



En 1921, el gobierno y las autoridades municipales les habían pedido convertir su pequeña academia de la Plaza Mayor en un centro oficial que atendiera la creciente demanda educativa de una ciudad en expansión para la que su único instituto no era suficiente. Así nacía el Colegio Ntra. Sra. de la Paz, en 1923.

Pero cuarenta años después, las instalaciones se quedaron pequeñas y un hombre callado, inquieto, culto y amable se cruzaría en el camino de la educación y el arte español, el padre Ángel Lucas. Empezaba a gestarse una de las obras menos conocidas y significativas de la arquitectura española.

En 1963, la congregación de los SSCC se planteó la necesidad de ampliar sus instalaciones para poder atender a una demanda creciente de alumnos. La imposibilidad de ampliar la vetusta, construcción de la calle Julián Ceballos, la falta de nuevos terrenos en la zona y la negativa de la orden a sacrificar las áreas deportivas les impulsó a pensar en edificar un nuevo colegio en un huerto de las afueras. Un espacio al alcance económico de la congregación, pero con grandes obstáculos para albergar un edificio como el que soñaba el corazón del Padre Ángel Lucas.

Lucas no quería solo un nuevo Colegio,soñaba con una obra de arte dentro de la cual sus alumnos crecieran en un espacio dedicado a la sensibilidad humanística y la ciencia. Pronto, su ilusión consiguió reunir al talento del escultor José Mª Subirachs, al arquitecto Fray Francisco Coello de Portugal y al aparejador Vicente Sámano.

Los primeros arquitectos consultados habían rechazado el encargo ante las dificultades topográficas que se planteaban. En ese momento, surgió la figura de Fray Francisco Coello. Este dominico se había ganado ya una merecida fama de arquitecto innovador, seguidor de las nuevas corrientes constructivas funcionales y minimalistas, con las que había entrado en contacto en la Alemania de posguerra y que había trasladado a obras civiles y religiosas españolas como la Virgen del Camino de León. Contra todo pronóstico, tras estudiar el terreno y dialogar con el Padre Ángel Lucas, promotor incansable de la idea, Coello respondió con planos y una concepción revolucionaria. Pese al carácter rompedor de la idea, la congregación decidió llevar el proyecto adelante.

Ahí comenzaba el trabajo de la tercera pieza del equipo. Una obra con tal complejidad en el movimiento de tierras y la aplicación de soluciones constructivas no usuales entre los trabajadores de la región exigía un maestro de obra, un aparejador concienzudo y dominador de su trabajo. Claramente debía ser Vicente Sámano, Sámano ya había trabajado con algunos de los mejores arquitectos de su época, y llegaría, más tarde, a convertirse en un complemento clave de maestros como Sáenz de Oiza, y de obras como el Palacio de Festivales de Cantabria. Un año después, el Padre Ángel Lucas presenciaba el inicio de las obras, entre estrecheces económicas, incomprensiones y múltiples problemas en el viejo colegio, claramente insuficiente, pero imprescindible para una ciudad con una deficiente infraestructura educativa.

El edificio proyectado constaba de dos grandes módulos orientados al mediodía, conectados por un tercero, más esbelto dedicado a residencia y una amplísima zona polideportiva. La iglesia, pensada para fines parroquiales, se abría a las calles circundantes en un impresionante voladizo atirantado, que simbolizaba la luz de Cristo y el camino de la salvación, pero los tres protagonistas pronto descubrieron una nueva dificultad. El muro norte de la construcción, un gigantesco murallón de hormigón armado, de carácter brutalista, resultaba una imagen demasiado desnuda, desacorde al conjunto.

Fray Francisco Coello pensó en buscar una solución ornamental, no constructiva y solicitó para ello la colaboración de su amigo Josep Mª Subirachs, un reconocido escultor, que acabaría convirtiéndose en el santo y seña de esta manifestación contemporánea, y que encontraría su cumbre y reconocimiento con la fachada de la Pasión del templo de la Sagrada Familia de Barcelona. Subirachs ya había experimentado con formas decorativas basadas en la repetición de elementos geométricos, figurativos e incluso mensajes a modo de jaculatorias.

En este caso, una hornacina que alojara una figura de la Virgen de la Paz, a quien se encomendaba el Centro Educativo, y la reiteración masiva de la palabra Paz en todos los idiomas sería la solución. Los rasgos duros del edificio se redujeron, y el carácter simbólico del conjunto se agrandó. Como en los antiguos templos góticos, el complejo edificio comenzaba a intuirse entre las calles, para abrirse majestuoso tras la última esquina.

La idea de Subirachs tenía empero, su dificultad, la colocación de las letras obligaba a crear moldes de madera que impresionarán el hormigón, y desencofrar sin cuajar de todo el material para evitar dejar el molde en el interior, con el peligro de roturas que implicaba. Con todo el esfuerzo de los hombres de Sámano se consiguió el objetivo, y la fachada, tal como se planeó, quedó erguida.

Concluida la iglesia y el colegio, y tras la inauguración, el 19 de mayo de 1967, el equipo formado siguió sus destinos y se disolvió. Coello continuó sus trabajos por Europa, Subirachs comenzó a caminar hacia la Sagrada Familia y el Padre Ángel Lucas fue reclamado por su congregación para otros servicios. Solo Sámano siguió al resguardo de su edificio, impartiendo clases y formando nuevos arquitectos durante las siguientes tres décadas.

En el año 2002, las autoridades municipales y autonómicas concluyeron el expediente de catalogación de la obra como patrimonio artístico regional, y su valor empezó a ser reconocido por los estudiosos del arte de la época y de las trayectorias de Subirachs y Coello. A mediados de ese año, se publicaría el expediente, se realizarían monografías sobre la obra, se inauguraría una nueva iluminación que destacaba la gran belleza de su fachada norte y se afrontaron los fastos de la efemérides. Pero sólo Sámano, fiel a su edificio pudo estar allí, los demás, no.

Pero aquella comunidad de religiosos, alumnos y profesores, y la ciudad que les acoge tenían una deuda que querían reconocer. Un año más tarde, y a instancias del Colegio de Arquitectos, la Congregación de los Sagrados Corazones, el Ayuntamiento de la ciudad, la asociación de padres del colegio y diversas entidades culturales y empresariales, un merecido homenaje público reconocía la labor de estos cuatro hombres, autores de una gesta callada y discreta de nuestra cultura, imponente y ahora reconocida, la Iglesia y el Colegio de Ntra. Sra. de la Paz.

Han pasado cincuenta años de aquella mañana en la que un reguero de niños y profesores movieron su mobiliario desde el viejo colegio hasta esta obra de arte y comenzaron una nueva época. Cincuenta años de carreras por los pasillos, de ideas que bullen, de historia de sueños juveniles. Cincuenta años de mujeres y hombres que han construido sus vidas y han ayudado a las de otros, pero siempre a la sombra de aquellos cuatro corazones.

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