domingo, 18 de septiembre de 2011

Leyes personalizadas


El rojo es vida, que duda cabe. Tanto, que hasta un traje gris, una escena gris, o, incluso, un hombre gris, con un poco de rojo en la sisa, un granate en la corbata y un trapillo colorao a modo de bufanda, parecen otra cosa, hasta tienen vida. Ahí tenéis a Rubalcaba. Y eso pretenden los señores de la foto, poner un poco de rojo en la vida de los santanderinos, para dar más alegría al Cantábrico.


Yo reconozco que, a veces, de ser tan críticos, nos volvemos aldeanos, perdiendo la visión del futuro, embebidos en los pequeños detalles, esos que a fuerza de ser pasajeros nos absorben e idiotizan para nada. Con todo y con eso, hoy voy a ser aldeano, crítico en tonterías y ciego al futuro. Luego dicen que los jóvenes pasamos de todo, pero cuando protestamos, como en Sol, dicen que estaríamos mejor en casa, viendo “Sálvame”, que en la cola del paro no tenemos ya ni sitio, que más que cola parece un rabo.
Y es que los políticos no le han cogido aun el punto a esto de manipularnos. Lo mismo nos quedamos como momias, que no entramos en casa, cacerola en mano.

Centrándonos en el tema. Esta semana los medios se han hecho eco del nacimiento del Centro de Arte Botín, “un ambicioso proyecto que quiere ser referencia mundial y pionero en la formación de la creatividad a través del arte”, y que Emilio Botín, su inspirador y pagador, ha presentado en la capital cántabra junto a Renzo Piano, premio Pritzker de arquitectura, y uno de los grandes genios de la construcción contemporánea, firmante de obras como el Centro Pompidou en París o el aeropuerto internacional de Kansai en Osaka.
Lo que se ha dado a conocer del proyecto anticipa, que duda cabe, lo que puede ser uno de los grandes hitos el circuito artístico mundial, e incluso más. Lo primero porque, ya se sabe, las ciudades de hoy (fijaros en el centro Niemeyer de Avilés o el Guggenheim de Bilbao) pugnan por eso del más alto, más fuerte y más lejos en instalaciones artísticas y en donde, y aquí viene lo segundo, el continente suele ser más que el contenido, casi siempre, salvo dos fogonazos anuales, para mantener el cuento, tedioso, incomprensible y hasta algo friki.

En Santander, al menos por lo prometido, se pretende un poco más. En palabras de Emilio Botín, se pretende “una gran galería abierta a las diferentes tendencias y expresiones artísticas y un vivero humano de talentos”.

Como dicen que el talento es escaso, nos imaginamos que la nueva galería dará cobijo a una élite de creadores que, vaya usted a saber, si tienen talento o capacidad de arraigo en el capricho de algún visionario, que de todo hay en esto del arte contemporáneo, poco artista y mucho jeta.
En los 62 millones que va a costar el edificio cabe de todo. Dos plazas, dos pasarelas sobre la fachada litoral, cuatro techos diferentes para matizar la luz y la entrada de sol, un auditorio, una galería comercial, cafetería, salas de trabajo y taller... Vamos, 6000 metros cuadrados de arte, suspendidos en el aire para no quitar vistas, 200 metros cuadrados de ventana y 16000 metros cuadrados de jardines y parterres. Y junto a la batuta de Piano en la albañilería, la de Vicente Todolí, el ex director de la New Tate de Londres, que con siete millones de euros anuales, promete una programación de primer nivel, solo faltaría.



A estas alturas, algunos lectores se preguntarán donde esta la crítica. En todo, quizá en nada. Hay que ser muy lerda para oponerse a una iniciativa que atraerá turismo, que exaltará el talento y que hará de motor de los creativos de Cantabria. Sin embargo, hay cosas que no entiendo. No entiendo ese empecinamiento de los poderes y los poderosos en enterrar dinero para que la gente admire la obra de unos pocos, y en estos tiempos de demandas democráticas, decenas de creadores, estudiantes y jóvenes en general no obtengan ni migajas para sus pequeños proyectos, muchos comunitarios, vecinales o de integración, asumibles con poco presupuesto, a veces con ninguno, pues solo precisan un aplauso o un leve aliento. Pero claro, una exposición de barrio, un festival de aldea o un taller de adolescentes no genera turismo (de calidad, por supuesto), ni permite cortar la cinta roja de una inauguración glamurosa, ni, mucho menos, gastar millones en catálogos, recuerdos, dípticos y canapés, que todo ayuda a comer a los que siempre comen, y bien.

Como tampoco entiendo el edificio en si mismo. Leve, levitando sobre el mar y bajo, encogido entre los árboles, según Piano, para marcar su presencia, pero haciéndolo sin molestar. No entiendo como se puede colocar esa infraestructura en mitad del Paseo Pereda, desechando la posibilidad de revitalizar una de las muchas zonas depauperadas del arco urbano de la Bahía, como la zona de Corcho o cualquiera de las zonas del Pesquero. No entiendo como, en lugar de reavivar zonas inmundas (como se hizo en Bilbao o Avilés), se carga más riqueza sobre la misma zona de la ciudad, agrandando una asimetría urbana que en ciudades como San Sebastian o Santander empieza a ser escandalosa. Como tampoco entiendo, por muy leve que sea el edificio, como se puede construir, no en primera línea de costa, sino sobre el mar, cuando decenas de viviendas (no galerías de arte), se tiran por ilegales en Cantabria, por estar a 200 metros del litoral. No entiendo porque es legal el Centro Botín, el balneario de la Magdalena, el Chiqui o el antiguo Rhin, y no lo es el Miramar de Castro o la Horadada. Como tampoco entiendo como es posible hacer primero un edificio de este calibre, y luego el plan urbanístico que reordenara la zona donde se ubica. Una zona en la que (como reconocía Martínez Sieso, presidente de la autoridad portuaria santanderina), no solo se verá rota por la mitad, sino que deberá afrontar un serio problema de reorganización, al entrar en colisión con los aparcamientos existentes y el con el muelle de ferrys, según reconocían arquitectos santanderinos como Alejandro Celorio o Roberto Zatarain.

Como tampoco entiendo porque (y me voy al caso de la Horadada, un edificio de servicios en plena playa de Peligros, en el centro de Santander), se ha permitido que un edificio de 150 metros cuadrados, en plena playa, se haya ampliado en estos años, ilegalmente, hasta los 350. Y como premio, mientras se tiran casas en Isla o Arnuero, se llega a un acuerdo con el concesionario de la instalación, uno de los culpables del despropósito, para hacerle dos “chiringuitos” nuevos, que si cumplen la ley, prometiéndole que si presenta plica le dan otro lote de años de concesión nueva. Como tampoco entiendo porque el bunker del Santander, en Solares, se ha cargado una loma y, para recochineo, ha construido una torre en su cima.

No entiendo la política urbanística de este país. No entiendo la discriminación que ejercen los gobiernos, según sea el apellido del constructor. No entiendo porque se premia algo que atrae a gente de fuera, en lugar de preocuparse primero por los de dentro. No entiendo la megalomanía artística y el desprecio al arte sencillo, que emana de la gente normal. No entiendo. Serán cosa de la edad. Será que tendré que morirme y encarnarme en chon, para entender a los humanos, al menos a algunos.

Imagen Diario Montañés

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