miércoles, 25 de julio de 2007

Y el rey rugió



La reacción del rey Juan Carlos I en la cumbre iberoamericana, ante las provocaciones de varios dirigentes, encabezados por Hugo Chavez, ha sorprendido a la opinión publica española y a medios diplomáticos, pues no se corresponde con la imagen comedida y controlada de la que el rey ha sido ejemplo en estos años, en los que el monarca ha sido un modelo a seguir en cuanto al dominio de sentimientos, emociones y tensiones, siempre abordadas por él de manera ejemplar.

Pero, por encima de su reacción, tres cuestiones causales destacan en este grave incidente.

En primer término, el comportamiento de Aznar desde 2004 no justifica la actitud de Chávez y otros políticos americanos, ofendiendo gravemente a España en cuanta ocasión disponen y, lo que es peor, afectando negativamente a los intereses económicos de nuestro país. Pero justo es decir que no se recuerda una actitud tan negativa, inapropiada e irresponsable por parte de un ex presidente. Aznar, visiblemente afectado por la derrota electoral en 2004, una derrota marcada por la tragedia del 11M, aun no ha digerido aquellos sucesos, ni la oposición de la opinión pública a su política en Irak, practicando una dolida y permanente crítica en temas fundamentales de la nación, que se proyectan en el exterior. Y él es un servidor del país, aun hoy, y debe anteponer el sentido de estado. Y en cualquier caso, su derecho a la libertad de expresar sus ideas y sentimientos, debe estar presidido por la mesura y la necesidad de contribuir al bien público, y a la defensa de los intereses nacionales, no a atacar al gobierno que representa a la nación, dando alas a sus enemigos, o desacreditándonos hasta el punto de poner en riesgo la vida (véase el caso de los pilotos de Chad) o los intereses económicos de los españoles.

En segundo lugar, la reprobable actitud de Ortega, Chavez y Kichner esta avalada por una larga lista de dejaciones de autoridad por nuestra parte. Hemos abandonado nuestros principios y con ellos a la oposición cubana, venezolana o boliviana en aras de no enemistarnos con gobiernos que envalentonados, nos critican, animan a grupos subversivos, si no terroristas, de nuestro país y atacan los intereses de empresas claves en el desarrollo económico español. Hasta el punto de haber ennegrecido nuestra relación con aliados estratégicos como Francia, Italia o EE.UU. por defender los intereses de esos países, en forma de contratos militares, derechos preferenciales de comercio o explotación de recursos. Llegando al sin sentido de que una potencia histórica y económica como España, que tiene obligaciones con nuestras ex colonias, pero también un ascendente moral y ético, se arrodille ante republicas de democracia cuestionable o inexistente como Bolivia, Venezuela o Cuba, que persiguen a nuestros ciudadanos, olvidando el papel mantenido por nuestros empresarios en su desarrollo, y la constancia en la inversión y el mantenimiento de empleo en esos países, en gravísimas circunstancias, en las que otros estados abandonaron a las economías latinoamericanas a su suerte. Hoy América Latina está, no lo olvidemos, dividida en dos grandes grupos político-económicos. Los países pro-occidentales del ALCA, y un grupo minoritario, el ALBA, amalgamado por una estética revolucionaria de verbo bolivariano, que bajo premisas caducas y en parte falsas azuza a las sociedades de sus países contra lo que llaman el neocolonialismo español, acusando a nuestro país de controlar sus servicios básicos (luz, gas, teléfono, residuos) a través de nuestras multinacionales, sin percatarse de que ellas mantienen unos servicios que sin ellas, probablemente no existirían. Y que esas compañías van guarnecidas por una legión de ONG, proyectos de desarrollo a fondo perdido por parte del gobierno, o fundaciones privadas de esas mismas compañías, y que han evitado y evitan a esas poblaciones precipitarse al abismo de una sociedad aun más pobre e injusta.

Quizá sea el momento de plantearse si nuestra actitud hacia esos países del ALBA no ha sido excesivamente condescendiente y timorata, y si la buena fe de tender puentes y mostrarnos comprensivos con sus chantajes y excesos no va a conducirnos a males mayores.

En un tercer plano, la actitud del rey es cuando menos desconcertante, por inesperada, y también porque revela un comportamiento desafortunado en un servidor público profesional (pese a las dudas que existen de que parte de su comportamiento estuviera pactado con le presidente del ejecutivo), por cuanto los sentimientos deben ser, en este tipo de situaciones y oficios, sustituidos por el autocontrol preciso para defender la posición mas adecuada del colectivo al que se representa. Pero dicho eso, el gobierno no ha estado fino en la previsión de un incidente que se veía venir. Tanto por los precedentes en otras cumbres (Perú por ejemplo), como por la actitud de hostilidad hacia España y sus empresas mantenida por Chávez y sus correligionarios, desde hace meses. Con esos avisos, mantener al jefe del estado subido al ring, 24 horas después del primer ataque verbal del venezolano, no parece prudente, pues el rey, por encima de los partidos representa a la nación, sin política, y no puede permanecer impasible ante tales provocaciones. Pero es que además, es comprensible en lo humano, no en lo político, la irascibilidad del monarca, una manifestación mas de la tensión que se vive en la vida política española, en su caso jalonada de ataques en algunos medios (parece mentira que de la iglesia), diatribas esquizofrénicas de personajes acabados para la política como Anasagasti, que a través de la critica visceral pretenden recuperar protagonismo, y actos repudiables, como la mofa, la calumnia o la quema de imágenes. Olvidando que el rey es un símbolo de todos nosotros.

Curiosamente en este sentido, la respuesta de la opinión pública ha desembocado en un apoyo casi unánime (casi, Llamazares no cuenta), a la actitud del monarca, en lo que quizá deba entenderse más que como un apoyo a su persona, en una manifestación espontánea de nacionalismo. De un nacionalismo añorado por un sector creciente de la población, necesitada de autoestima como colectivo, de respeto y de dignificación, en un país apaleado cada día en su conciencia histórica y su identidad nacional, desde sus entrañas, y que se manifiesta ilusionado y orgulloso en cada triunfo deportivo, cada manifestación cultural o cada rugido del rey, como precisado de un motivo diario para justificar que es un pueblo con futuro y respeto. Ese que nos negaron ayer en Chile.

Convendría, en aras de la pedagogía, recordar a las nuevas generaciones, que este tipo de actitudes, por muy masculinas y patrióticas que parezcan, no resultan, ni ejemplificadoras, ni convenientes, ni propias de un rey. Al tiempo que es preciso recordar que el rey del que hablamos, no es un rey cualquiera, sino uno capaz de enfrentarse a poderosos grupos de presión para defender los derechos democráticos de su pueblo, traer a España la democracia, en paz, defenderla de golpistas y mediar entre fuerzas e intereses contrapuestos durante mas de treinta años, los treinta años de mayor calma y prosperidad que nuestra sociedad ha conocido, y de los que él es uno de los máximos artífices.

Es triste que este lamentable acontecimiento, que por otra parte, ha destapado muchas de las mataduras de nuestra política exterior, haya ensombrecido un gran acuerdo internacional sobre cohesión social, algo que parece no interesa a Chávez y sus seguidores. Y es triste que nuestros máximos dirigentes transmitan a los jóvenes de nuestro país el ejemplo de comportamientos poco edificantes en la respuesta a un conflicto. Pero debo reconocerlo, como ciudadano, como español, me siento orgulloso de él. Te felicito Rey.




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