La cultura de la palabra que nos legaron nuestros padres griegos ha dado paso a
una seudo cultura de la imagen, donde la conjetura se sobrepone a la razón.
“Solo os pido Alsir que confiéis en mi saber para sanaros”, contaba Merlín al
moro Alsir, en la novela homónima de Álvaro Cunqueiro, mientras de espaldas a
la puerta que cruzaría Alsir huido hacia la muerte al abandonar la estancia,
Merlín mezclaba los mil pedazos de su pócima en su mortero de piedra. No mato a
Alsir la enfermedad, sino la desconfianza. Pero la libertad tiene esas
servidumbres, y también las tiene la ignorancia.
Emitimos
“juicios”, por ponerles un nombre coloquial, amparados en sombras y
apariencias, sin percatarnos del dolo que infligimos a los que nos rodean, a
los que nos quieren o a aquellos que de forma casual se entrecruzan en nuestro
camino y ven caer sobre su vida la afilada daga de la iniquidad. En ocasiones
intuimos sobre nosotros un peligro inexistente y devolvemos, sin justicia ni
reparo, daño, dolor y quiebra de la fama y la honra, descargando nuestra ira
sobre quien solo nos mostró afecto y respeto, y al final pagamos con un burdo
desprecio.
El que da,
apacigua su violento rencor, al pensar que ha devuelto, y duplicado, aquella
herida que sintió. Pero el que recibe el iracundo golpe, pierde la paz y el
sosiego y entra en la soledad más oscura, incapaz de comprender donde nace el
huracán que le derriba. Y es que no hay peor dolor que el que se sufre sin
saber su causa.
Y así hasta
convertir tu vida en los versos de Lope, “Solo quedó una llama, y la oscuridad
a su alrededor. Pendiente de un soplo de aire que hiciese de su crepitar tan
solo un rumor”.
Y así hasta
desear a cada instante que ese soplo de aire aparezca, y desaparecer.
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