Hoy ha
habido manifestaciones de jubilados en varias ciudades españolas. Con algún
apoyo esporádico de otros colectivos, los pensionistas españoles siguen
llevando el peso de las protestas contra un sistema de protección que hace
tiempo que hace aguas y al que los políticos poco más hacen que parchear ante
cada elección y avisar de que se avecinan tiempos peores.
Brígida no
ha ido a la convocatoria. Lo habla con sus vecinas, comenta con indignación lo
que viven todos y echa en falta no tener ya energía para salir a la calle y
reclamar lo que es un derecho fundamental, su dignidad.
Enviudó en
1981, aquel día amargo perdió al amor de su vida y a la mitad de sus recursos.
Dos días antes de su muerte, su marido había sido incluido en un ERE de la
empresa Sniace, en la que había trabajado 43 años. Cuando fue a arreglar los
papeles de la viudedad, ese fue suficiente argumento para decirla que su
pensión sería magra.
Hoy cobra
613 euros. Parece poco, pero durante un tiempo fue suficiente para sacar
adelante a su hijo, evitar que la muerte del padre arruinara sus estudios y su
formación le permitiera, tiempo después, comenzar una vida profesional lejos,
muy lejos, a tenor de lo poco que le ve.
Hoy, el
hogar de Brígida es uno de esos cada cuatro en los que la soledad es el
principal morador. Solo la rompe el silencio de Tamara, una trabajadora del
Ayuntamiento de Torrelavega que acude cada mañana a su domicilio para ayudarla
a levantarse, asearse y poner en marcha la casa. Es un servicio del
Ayuntamiento de Torrelavega, presente en muchos de España y que por un módico
precio de 21,50 € al mes ofrece una pequeña ayuda a las personas solas. Los
viernes, además, Tamara acude a su casa a la 1 del mediodía, para hacer una
limpieza general que Brígida ya no puede hacer sola. En junio se cayó en la
calle, cuando volvía de la compra y una fractura de húmero mal soldada agranda
cada vez más sus dificultades para ser autónoma.
Ha pensado
cerrar la casa y marcharse a un asilo. Pero, como en muchos lugares, es casi
imposible. Sus ingresos quedan muy lejos de los 1800 al mes que le piden en los
privados, y más lejos aún de los años de espera, que no tiene, para poder
entrar en uno público o concertado. Así que habrá seguirá viviendo en su casa
de siempre, un piso de renta antigua, sin calefacción en el que, por 100 € al
mes, el dueño no quiere cambiar las viejas ventanas de 1965, ni instalar gas.
Así que seguirá tirando de bombonas de butano con su brazo apagado y colocando
paños de tela en las ventanas para que entre frío.
Casi es
mejor plan que el de Visi, a quien su marido legó un piso en propiedad y por el
que la comunidad de propietarios la pide 7400 € , que no tiene, para instalar
un ascensor.
Son otros
lados de ese poliédrico problema de las pensiones, el de la calidad de vida, el
de las dificultades diarias, el de las soledades y los problemas cotidianos
surgidos de una edad que no solo pide pensiones en forma de un cheque mensual,
si no servicios y apoyos para sus necesidades que se multiplican cada año que
pasa.
Y es cierto
que no hay dinero, y que la macroeconomía dice, el FMI comenta y la Comisión arguye. Pero
Brígida aún vive, y su pequeña historia, es lo único que cuenta.
Imagen Izan Crespo
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