Podría
decirse que uno de los rasgos más identificables del español medio es su eterno
amor por la fortuna. Ese giro narrativo en sus vidas, que al modo de los
guiones de la serie de Castle y Beckett, transforma una rutinaria y apagada
existencia en una vida sin problemas, dedicada al ocio y al solaz de nuestras
míseras almas.
Apuestas
del estado excluidas, por más que su probabilidad de éxito siegue siendo baja,
otro camino marca los anhelos de muchos españoles: heredar.
Aparentemente
una herencia es uno de los chollos más habituales y probables de cualquier
ciudadano. Siempre existirá un padre y una madre que acumularon con celo
recursos para sus vástagos, un primo sin descendencia o un tío o tía que
habitaban en silencio en el remoto pueblo del que arranca el árbol genealógico
familiar y que, finalizados sus días, legan sus tierras, bártulos y finanzas a
sus deudos y allegados, pese a que el desconocimiento mutuo sea palmario.
Dicho sin
más, la noticia de que un familiar se ha acordado de ti a su fallecimiento
(dicho sea en el buen sentido) es claramente una causa de gozo. Hasta que la
realidad se abre entre papeles y legajos.
Al menos
dos de cada tres herencias son múltiples, esto es, el finado lega todo su
patrimonio a más de una persona y, generalmente, abintestato.
Eso, en
primer lugar, quiere decir que los mayores no siempre siguen la más mínima
recomendación de hacer testamento. Para los herederos, atraídos por la rica
miel de una casa en el pueblo, unas acciones y algún solar o tierra, comienza
un proceloso camino judicial. Certificados de últimas voluntades, certificados
de defunción, búsqueda en el Registro de la Propiedad de los bienes
raíces, declaración de herederos en el juzgado y actas notariales de aceptación
de herencia. Todo un largo camino en el que las relaciones entre los herederos
se van deteriorando. Discrepancias en el método, en como liquidar la herencia,
en el protagonismo y liderazgo de unos sobre otros y, sobre todo, la imagen de
cómo emergen las diferencias de una familia alejada hace años, obligada a
convivir durante unos meses y relacionarse, cuando el tiempo y la distancia ya
había puesto a cada uno en su sitio: lejos.
Si todo
sale bien, que no es lo frecuente, la herencia se dividirá entre sus pocos
“beneficiados” o se liquidará, repartiéndose el dinero.
Pero “la
maldición de la herencia sorpresiva”, no suele acabar también. El número de
herederos o la escasez de los bienes para tanto deudo suele llevar a una de las
situaciones más habituales y terribles: la indivisión.
Agotados
todos los plazos de acuerdo, y todas las vías judiciales, los jueces españoles
suelen acudir a la figura del Contador Partidor Dirimente, un abogado de la
zona encargado, con los datos aportados a la causa, de dividir la herencia en
lotes iguales y adjudicárselos a cada dueño.
La tarea no
es fácil. Llegados a ese punto, la guerra entre propietarios ya está desatada,
no siempre todos los dueños tiene la misma participación (por la sustitución de
uno fallecido, a su vez, por sus herederos, por ejemplo), no todas las
propiedades son iguales, ni tienen las mismas cargas, ni … Así que el contador
no se complica. Que todo sea de todos, cada uno en su proporción.
Puede
parecer un caso aislado, una situación rara propia de familias adineradas que
se disputan cuantiosos patrimonios. Pero no. En las zonas rurales de España, la
muerte de los últimos habitantes de los pueblos traslada a la ciudad, a sus
herederos, una guerra por casi nada. Una guerra declarada en la que nadie
pensó, al principio de ella, cual era el botín y cual el precio de obtenerlo,
vamos, que si valía la pena embarcarse en esta aventura.
Estos
pleitos pueden durar años, las familias anteponen su orgullo y factores
emocionales a toda lógica, quedando atrapadas en un black jack judicial en el
que siguen apostando, en lugar de haberse retirado a tiempo.
Pero cuando
todo termina (aparentemente), y las escrituras y el papeleo ya están claros,
viene lo peor, poner de acuerdo a un montón de personas en la gestión de ese
patrimonio (que ahora se ve claro que no merecía la pena) y en su liquidación.
Un ejemplo,
la familia heredera de A.R. Sañudo heredó, tras un agrio pleito judicial un
patrimonio de 27 propiedades en las localidades de Torrelavega y Santillana del
Mar. Dos casas derruidas en terreno no edificable, 5 parcelas en montes de uso
forestal de escaso valor (con menos de 1500 metros cuadrados
cada una) y una serie de parcelas no edificables, por su escaso tamaño,
repartidas por ambos municipios. Un escaso bagaje para que a cualquiera de los
21 herederos le merezca la pena el esfuerzo y dinero empleados en defender el
famoso “a mi nadie me quita lo mío”. “Fue una herencia rara”, nos comenta uno
de los dueños, que no quiere que aparezca su nombre. Y es que la herencia es
fruto de la muerte de dos hermanos, uno soltero y otro casado, con cinco hijos,
de los cuales uno murió sin testamento ni herederos y otra le dejo su parte a
dos desconocidos, para fastidiar a sus hermanos. Ahora, una familia mal avenida
se enfrenta a la dura realidad. Junto a las facturas de abogados e
instituciones públicas es preciso pagar el IBI y otros impuestos, y hacer
frente a las responsabilidades que ser de dueño acarrea.
En enero,
la comunidad de propietario fue demandada por el ayuntamiento por impago de
impuestos y tasas. En febrero un vecino de Ganzo, un barrio humilde de
Torrelavega iniciaba acciones legales contra la comunidad por que su casa
colindante se venia abajo y amenazaba la pared medianil que la separa de su vivienda.
Una situación surrealista si se tiene en cuenta que el vecino demandante ocupa
el solar como almacén y había vendido las vigas de la vieja construcción en
litigio, aprovechando el desgobierno y la incapacidad de ponerse de acuerdo
entre los propietarios.
Los males
no han parado ahí. Hace unos días una ladera en Riaño, barrio de Santillana se
venia abajo por las lluvias y arrastraba lodo y maderas hasta dos casas
colindantes. El monte, de unos mil metros cuadrados, es propiedad de nuestros
ínclitos dueños. Durante años, los del proceso judicial, los vecinos han
ocupado parte de la parcela, han construido una terraza y una piscina, han
talado árboles y han movido el terreno hasta que este ha cedido. Reparado de
urgencia el desaguisado por el ayuntamiento, para evitar males mayores, la
comunidad se enfrenta a una factura de 80.000 € generada por su abandono, con
la inestimable colaboración de una vecina, con el riesgo de que la deuda se
ejecute solo contra los dueños localizados, los que viven en el municipio, por
que los demás, en Madrid, Ávila o Alicante, están muy lejos. Cosas de las
responsabilidades solidarias y mancomunadas de esta propiedades.
Hace unos
días, una abogada de Torrelavega nos explicaba que en las zonas rurales del
norte de España, con propiedad muy minifundista, la herencia por varias
personas de estos bienes es un infierno. Es frecuente que los colindantes
acaben moviendo los linderos y matriculen las fincas a su nombre en el Registro
de la Propiedad. Un
registro que, a día de hoy, no tiene sus datos cruzados con el catastro, no
recoge las ventas mediante documentos privados, algo usual en las áreas rurales
y no detecte que las fincas están a veces duplicadas, a nombre de sus dueños
legítimos y, con datos cambiados, de quien se apropia de ellas.
Así que
visto, lo visto. ¿De verdad quieres heredar?
Imagen
Lucas Criado
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