Vivir
significa actuar, intervenir en el destino, tender la mano a quien lo precisa,
mirar todo con crítica meditada, no pasar de largo ante el llanto ni la
oscuridad. Nunca ser en la tierra un mero pasajero. En la antigua Roma, las
vestales velaban por la justicia y la
Ley con su sola presencia, siendo capaces de detener un mundo
incapaz hasta de tocarlas, o incluso de ponerle en marcha. Otros, tras ellas,
han actuado en la vida con las armas, el amor o el conocimiento, Gelman lo hizo
con la palabra.
Para muchos
quizá solo sea un poeta olvidado, un hombre que fue noticia en España en 2007
cuando recibió un premio, y en 2014, en una breve necrológica. Para mí, después
de que en clase me revelaran su existencia y me acercaran a sus páginas, un
héroe.
Juan Gelman
fue uno de los artistas de la palabra más reconocidos en su momento en las
letras castellanas. Su vida arrancó en Argentina, con el compromiso de un
porteño, el rigor de un soviético y la melancolía de quien llevaba trazas
judías en su sangre.
Inquieto y
despierto, un jóven Gelman, de apenas 15 años, comenzó a escribir y mostrar su
talento, en los primeros e idealistas tiempos del peronismo argentino, entre la
euforia de una Guerra Mundial acabada y el místico ensimismamiento de su
militancia comunista.
La cárcel,
a la que le condenó la mísera presidencia de José María Guido, no hizo si no
reafirmar su conciencia crítica y su compromiso con la izquierda argentina.
Cuando su
país comenzó a deambular hacia el desastre, y la amenaza del horror de estado
tomó forma, Gelman se integró en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, de
tendencia peronista. Era el año 1967 y, de aquellas, Gelman era un explosivo
escritor en la nómina de la revista Panorama.
Con su
mirada lánguida y sus ideales por bandera, Gelman, con las palabras como única
arma, se enfrentó a las dictaduras de Onganía y Lanusse, criticó al blando
gobierno de Cámpora y al desdibujado último gobierno de Perón, ese antiguo
“salvador” que ya en sus años finales, solo era una sombra de sí mismo, en un
día de niebla.
Cuando la
violencia inundó Argentina y el Estado sembró las calles de sangre, los grupos
opositores, como las FAR o los montoneros pidieron a Gelman que se marchara al
exilio, pero que no huyera. Que su voz fuera la de ellos, que sus palabras
recordarán al mundo el sufrimiento de su pueblo, que su poesía evitase que el
pueblo argentino, y el de toda América Latina muriera ahogado en sangre.
Fueron los
años en los que Gelman descendió al Tártaro y bordeo la enajenación. Sus hijos
Nora, Eva y Marcelo Ariel, así como su nuera María Claudia García
Iruretagoyena, ya embarazada, fueron secuestrados por la dictadura. Su hija
entraría en el reino de la locura. Su hijo aparecería embalsamado en cemento,
en la orilla de un río, y su nuera moriría meses después en un hospital
uruguayo, tras dar a luz una niña, Andrea, a la que nadie encontró tras su
nacimiento.
Era
demasiado sufrimiento. Gelman se desterró a su interior, su alma quedó ajada,
su corazón herido y su palabra enmudeció durante años. Su dolor le hizo
enfrentarse a sus antigüos compañeros a los que acusaba de haber alimentado la
violencia asesina del régimen, se ahogó en llanto y se impuso como misión
encontrar a su nieta, “la última rama de una raíz malherida su nieta. Incluso
cuando la ominosa historia argentina vislumbraba la paz, renunció a olvidar a
su familia masacrada y perdida y reafirmó en cada uno de sus esquivos escritos
su compromiso con la humanidad.
Pero entre
tanta violencia, entre tanto dolor, me ha conmovido en su lectura, que no cejó
en sus convicciones.
En el año
2000, en un episodio muy conocido de su historia vital, y gracias al apoyo de
sus amigos, encontró a su nieta, Macarena Gelman, llevó ante la justicia a los
asesinos de su familia, y aun tuvo fuerzas para desenfundar la palabra y
escribir. Como siempre con belleza, con emoción, con sensibilidad, con
compromiso.
Fueron esos
los años en los que recobrado el vigor gracias a Macarena, Juan Gelman ofreció
al mundo lo mejor del que nunca había dejado de ser un genio. Fue como si se
cerrara un paréntesis creado hasta escribir su magistral “Gotán” y todo
volviese a renacer. El poder de su lenguaje, su sorprendente fuerza creativa,
la abrumadora intensidad de sus ideales.
Buscando en
Internet para realizar un trabajo sobre mi descubrimiento, encontré unas
maravillosas palabras del mejicano Carlos Monsiváis: “La obra de Juan Gelman es
un ir y venir entre las atmósferas de todos los días y la reflexión sobre la
escritura poética”. Y es verdad, su lectura te arrastra a imaginarte alguien
que susurra a lo lejos, pero cuyo sonido te alcanza. Te hace pensar en alguien
capaz de crear frases intensas, giros empapados de aire coloquial,
conjugaciones imposibles y palabras forzadas hasta la belleza extrema. Eso que
mi profesor de filosofía llama un creador del lenguaje.
Estos días
que son vacaciones en Cantabria, he podido leer “Violín y otras cuestiones”,
“Gotán” o “Cólera Buey”. Y al acabarlos me he dado cuenta que no había leído
libros, si no admirado cuadros pintados con rebeldía. Rebeldía contra la
muerte, contra el dolor gratuito, contra el sufrimiento inabordable, contra la
explotación de los humanos, contra el poder despreciable.
Esta semana
he leído a Gelman y he encontrado esperanza, inspiración para ser libre y para
comprometerme. He leído a Gelman y he descubierto cuantas veces la vida nos
convierte en “trasterrados” (como el decía), olvidados, exiliados y hasta dados
por muertos. Y cuantas solo una palabra, tan solo una idea nos devuelve a la
vida y nos hace seguir luchando, por ser libres.
Imagen doshermanas.blogspot.com
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