Desde hace
semanas, Cristina Cifuentes, y algún personaje más, persisten en su lanzamiento
masivo de bombas de protones a la universidad, en todo un máster que ha
descubierto a muchos españoles el curioso reino animal de esta institución.
Frente a
las continuas críticas es justo decir que no todo funciona mal y que hay mucha
gente empeñada en hacer las cosas de forma razonable pero...
Con la
llegada del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) suponíamos que
podríamos alcanzar un marco general de estudios y formación de nivel
universitario que, al margen de modificar la nomenclatura, transformaría un
régimen rígido y poco adaptado a la realidad laboral e investigadora, en
enseñanzas más abiertas, adaptadas y flexibles, favoreciendo y dando recursos al
alumno para construirse un itinerario más eficiente y lustroso.
Tiempo
después se van cayendo del guindo los últimos románticos. Pese a que organismos
como la ANECA o
el SUG deberían haber evitado duplicidades en las titulaciones, garantizado la
existencia de itinerarios claros y grados homologados, nos encontramos en un
panorama muy distinto.
A día de
hoy es difícil aclararse sobre un listado de titulaciones oficiales en España.
La página del MEC ofrece un listado, no siempre actualizada, con títulos
educativos que conducen (teóricamente) a iguales niveles de formación (vamos,
que son la misma carrera) y que aparecen en distintos lugares de España con
denominaciones diferentes, o con idéntico nombre, pero con planes de estudio
tan divergentes que un traslado resulta imposible o tan extremadamente caro, en
términos de repetición de asignaturas (sí, repetición, pues al no convalidarte
créditos debes volver a hacer lo mismo), que la cacareada movilidad se hace
inalcanzable, ante la nula información de las instituciones. Además.
Ni
secretarias, ni defensor del estudiante, ni vicerrectorado ni delegaciones de
estudiante. Nadie sabe nada, o si lo saben las versiones no coinciden que es
peor.
El viejo
dicho de que es más fácil cambiarse de país que de provincia cobra aquí toda su
sangrante dimensión, como nos explican varios estudiantes cántabros repartidos
por el país.
Un defecto
de la coordinación de títulos y programas, que se extiende, como todo buen
estudiante de EBAU sabe, a los procesos de admisión. Las listas no están
unificadas (véase el follón de medicina, con gente apuntada en cincuenta listas
a la vez, con lo que nunca sabes dónde estás ni en qué puesto, ni si factible
que te admitan, hasta iniciado el curso) los parámetros para la prueba específica
de EBAU, la que permite subir nota examinándose de áreas vinculadas a tus
estudios no son los mismos en toda España, y la información para que tú, como
estudiante de bachillerato, elijas y te organices está desperdigada, y es
cambiante, mes a mes, con lo que nunca sabes con qué carta quedarte.
Algunas
comunidades autónomas están poniendo en marcha agencias para controlar el
sistema de acceso, regular pruebas y titulaciones, garantizar la viabilidad de
los estudios y dar estabilidad al sistema. Pero eso, lo hacen algunas, no
todas, con lo que la unidad de derechos se resiente, hasta sucumbir.
Muchos
alumnos se han quedado fuera en este curso de sus primeras opciones de estudio.
Algunos por aspirar a grados con notas de corte siderales, otros porque
moribundo en las listas de espera decidieron coger otro tren, y luego el suyo
paso, pero no sabían cómo anular matrículas y cambiarse en medio de ese
laberinto que conforma la burocracia palatina, y que nadie o casi nadie te
explica. Otros están fuera del sistema porque en septiembre no te admiten si
apruebas EBAU y bachillerato tras el verano.
La pregunta
es obvia. ¿Por qué mantenemos un sistema de convocatorias en Septiembre que es
inútil, que retrasa el comienzo del curso universitario, que hace que haya
alumnos que se incorporan en Noviembre y que, sin embargo, deja con la miel en
los labios a los que, incluso con nota adecuada (porque la subieron en esa
convocatoria, por ejemplo), no han entrado en listas entonces? ¿Por qué?
Pero la
ineficiencia universitaria no solo alcanza a los grados. Tampoco los máster se
salvan de la quema. Hay zonas donde hay más máster que alumnos. Hay territorios
donde, y mira que se negó, la oferta está marcada y al servicio de las
empresas, que también debe ser así, pero no solo. Hasta el punto de que algunos
rectorados establecen la necesidad de tener financiación externa garantizada.
La misión de la universidad, sus objetivos no son los mismos que los de la
formación profesional, ni debe mirar solo al mercado de trabajo a corto plazo.
Por no extendernos en nuestros fines, la investigación es un reto, y la
universidad pública debe atenderlo. Por eso debemos tener títulos en todas las
ramas del conocimiento, pero con claridad.
La oferta
de cursos en formación de posgrado sigue siendo en España amplia, confusa y
poco homologable. / (D. IGLESIAS)
Y ese es
otro campo donde el localismo gana. Cada universidad ha tendido a desarrollar
programas de investigación e infraestructuras propios. Herramientas pequeñas o,
en el mejor de los casos, dependientes de organismos y alianzas
internacionales, cuyos beneficios poco van a dejar en la economía y la sociedad
de su entorno. Para ser un país puntero y evitar la fuga de estudiantes cuya
formación ha costado años y millones hay que apostar por aprovechar nuestras
sinergias y potencialidades. Hay que impulsar grandes infraestructuras, si
queremos estar en primera división, pero ese coste debe ser asumido por varias
universidades españolas, y sus beneficios también. Pero muchas de esas
universidades, complementarias y potencialmente colaboradoras, son rivales.
Porque, trabajar en equipo requiere sacrificios, pasos para compartir y crear
equipos variados y de origen heterogéneo. Además, la distancia da
independencia, y eso no se quiere, los departamentos quieren mantener el
control de sus programillas y atar en corto las tareas de dirección.
A nadie
extraña que un médico no sea elegido entre sus pacientes, o un entrenador de
baloncesto entre sus jugadores, porque impide la imprescindible independencia,
y porque no es motivo suficiente estar enfermo para saber curar. Ese razonamiento
no es valido para la universidad pública, para la que lo que importa no son las
necesidades sociales, sino la satisfacción de intereses internos (mantenimiento
del peso de los grupos de presión, departamentos, colectivos, etcétera).
Hasta ahora
se ha defendido esa situación bajo el peregrino argumento de la necesaria
autonomía universitaria. Pero con eso nos hemos cargado el gobierno eficiente.
Y la llegada de estudiantes a los órganos de gobierno nos ha sacado algo del
bache. Algo. Porque muchos miembros de los equipos rectorales están allí para
ayudar, otros tienen buenas intenciones, pero carecen de apoyo, tiempo y
recursos, y otros, directamente van a medrar, y han salido con los votos de
cuatro amigos, ayudándose en la proverbial pasividad y desidia del alumnado en
su gobierno. Resumen, un gobierno universitario retorcido, burocrátizado,
crítico, complejo y sobredimensionado que vive de silencios comprados a golpe
de subvención para asociaciones como “el club de los ositos amantes de la
aurora boreal”, mientras mentes privilegiadas mendigan con treinta años una
beca.
Y no dudo
que en los órganos de gobierno e investigación haya grandes profesores e
investigadores. Pero eso no tiene nada que ver con que no tengan ni experiencia
directiva ni formación en gestión. Mucho deberíamos aun aprender de modelos
como el anglosajón, donde responsabilidades académicas y educativas están
separadas y especializadas.
Y si el
factor humano es importante, el material también. Poco podemos investigar,
crecer y formar en organismos poco habituados a mezclarse y pedir ayuda a la
sociedad que les rodea. Poco dados a intercambiar docentes e investigadores, a
compartir equipos. Un Erasmus de alumnos debería así, contar con una mayor
movilidad de equipos, capaces de desplazarse de un campus a otro. Pero hay que
gente que considera su plaza sagrada e intocable, no puede irse seis meses y
dejarla en manos de otro. Y, además, eso obligaría a las universidades a abrir
centros de investigación en el propio campus, apartamentos para profesores y
postgrados, laboratorios y medios materiales que son la única manera de
garantizar la libre circulación de conocimiento, estudiantes y profesores
universitarios.
Pero no hay
equilibrio entre gastos de gestión e inversión, no se ha conseguido equilibrar
residencias y lugares de investigación y desarrollo, no se han abierto las
autoridades a soluciones flexibles, como crear convenios con la iniciativa
privada, que permita que convivan colegios mayores con residencias privadas
promovidas y gestionadas sobre suelo público o privado. Eso sin contar que
muchas instalaciones están usadas por profesores o instituciones desfasadas de
forma vitalicia, con lo que es un capital físico muerto. O que el diseño de
algunas facultades impide su ampliación o modernización (algunas de Bilbao
están en medio de un monte), o que los horarios de cierre de los campus ahogan
toda vida cultural en ellos.
Como
comprenderéis, visto todo en su conjunto, lo del máster de Cifuentes es feo,
pero hay fealdades más ofensivas. En fin, continuaremos luchando contra
molinos, que es lo que enseña el Quijote, el manual de instrucciones de un país
onírico.
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