Esta semana
he tenido que arreglar los últimos papeles de mis pruebas de idiomas. Comprar
libros, abonar tasas y asumir esas pequeñas cargas que el estado nos impone
para acceder a la cultura y el regocijo del alma. El viernes decidí iniciar mi
ya rutinario peregrinaje al margen del transporte público. Una tiene sus
límites, y lo del urbano de Santander me supera. Pero esa es leña para otro
artículo.
Decidí
caminar desde la calle Castilla, hasta Valdecilla, un paseito vamos. Un
deambular por esta encantadora urbe que te hace entrecruzarte con un variado
paisaje humano. Gentes diversas, entregadas a sus afanes y preocupaciones.
Niños, mujeres, ancianos, trabajadores, estudiantes, deambulantes … y cerdos.
De los de dos piernas, pero al fin cerdos.
No es
inusual que alguien cargue, en la prensa regional, o en las tertulias de todo
pelo, contra aquellos ciudadanos cuyos animales, de escasamente domesticado
aparato excretor, ensucian nuestros parques y aceras. Pocas veces reparamos,
sin embargo, en los humanos dedicados a encerar nuestras calles con sus
efluvios bucales. 36, ese es el número de personas, léase marranos, que
cruzados en mi camino, a lo largo de mi pérfida ruta, me demostraron aquella
mañana su capacidad para escupir en la vía pública.
Yo
comprendo que es admirable la capacidad de algunos para mover endiabladamente
sus músculos bucales, exprimir hasta la extenuación sus glándulas salivares y
hacer manar, cual surtidor de las fuentes de Pompeya, ese inocente liquido. De
los 36 marranos que describo en esta breve tesis sobre el escupitajo urbano, 35
eran varones. De ellos 25 mayores, no sabría decir de qué edad, pero mayores.
El resto chavalucos.
Me
encantaría que un médico, astrónomo u hortelano incluso, fuese capaz de
decirme, qué demonios tienen en la boca los hombres que les provoca tal
salivación y demanda de emulsionar sin más miramientos. Y los hay de nota. La
mayoría se conforma con el giro básico. Leve balanceo del cuello, absorción con
sonido gutural y disparo en diagonal al bies. Es el más peligroso. Es rápido,
indiscriminado e inescrutable, o brincas o te empapas. Pero los hay, chavales
sobre todo, que elaboran el misil. Ves más la jugada, con lo que el corazón
sufre, pero, al menos, lo ves venir.
No entiendo
muy bien de donde surge en esta ciudad, como en tantas otras, la falta de
colaboración que algunos demuestran hacia la cosa pública. Fijamos el foco en
cosas muy grandes, en lo tocante a la limpieza y el civismo, como puede ser el
botellón y su mantial de desperdicios, sin percatarnos de conductas más ocultas
a nuestra mirada inquisitiva, muy arraigadas en nuestra cultura o consentidas
ciegamente.
Ni siquiera
hace falta apelar a la necesidad de higiene que impone la contingencia de la
gripe. Porque lo pasajero no debe ser excusa para erradicar ahora lo que
debería estar excluido siempre. La calle es un lugar de encuentro, un lugar
donde el respeto y el cuidado por los demás deben ser, al menos, tan digno como
en nuestros espacios privados. Orinar en la calle, sean mayores o tiernos
infantes, escupir, revolviendo nuestros estómagos, o alimentar
inconscientemente a las palomas, dejando sobre el asfalto alimento suficiente
para una legión de cucarachas, no me parece que sean prácticas saludables en
estos tiempos, como tampoco debieron serlo en otros.
Vaya desde
aquí mi saludo a esos 36 conciudadanos, que ilustraron mi viaje a las gargantas
de mi ciudad, pero la próxima vez, escupiros en el bolsillo.
Imagen Lucas Criado
Imagen Lucas Criado
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