Si paseas
por su barrio en busca de Samuel Martínez Velasco, nadie te dará cuenta. Pero
si entre calles preguntas por Samu, el pelirrojo, cualquiera que encuentres te
dará fe de su vida. Y te contara mil historias. Y al final, todas acabarán de
igual forma, diciéndote con una mirada perdida, como mirando un espejismo,
porque la realidad es cruda, “con lo buena persona que es, y sin embargo…”
Samu es un
hombre sencillo, un señor, y como tal discreto, prudente, nunca a desmano de
quien le precise. Mirando de lado, y en vertical. Con mirada limpia, pero
ruborizada, porque el nunca quiere ser blanco de atención. Samu es para los
demás, nunca lo fue para el mismo y ahora no va a ser menos. Cada mañana sube
desde Salmerón hasta Doctor Morales. Huele las hojas y vuelta al muelle, como
él llama a su calle. Un lugar plantado a la espalda de Santander, entre olor a
salitre, herrumbre y gasoleo.
Nadie sabe
donde nació, pero Samu es de aquí, es de los de siempre. Su quehacer fue su
vida. Nunca pidió mucho, y por eso la vida casi le dio nada. Y el no pidió
cuentas, como si viviera de prestado, y asumiera que no tiene lo que no merece.
Un hombre honesto y bueno, hondamente bueno, pero nacido, como muchos de
nosotros, para formar parte del atrezzo, ni siquiera figurantes, en la vida de
quienes de verdad viven.
Trabajo
algunos años en un viejo taller, hoy ya cerrado, de Campuzano, en Torrelavega.
Hasta que conoció a Loli en un baile de esos que pueblan agosto en honor a la Virgen. Pero ella era
de la capital, así que aparcó su viejo torno y migró a la Calle Castilla ,
para estar junto a ella. No era raro en aquellas épocas trocar oficio o jornal,
y no lo fue para Samu. En un taller mecánico cercano al pesquero acomodó su
vida. Y de casa al trabajo, y rara vez un chiquito, en la tasca de Ciano, y
algún paseo con Loli por los bordes de la Bahía. Y poco más.
La ventura,
o así él lo ve, le trajo tres crios. Y así pasaron sus días, sin ambicionar más
que vivir, y echar el aliento junto a la mujer que amo y que vivía tan pegada a
su piel, que formaba parte suya.
Un día
antes de cumplir los veinticinco de casados ella se palpó un bulto en el pecho.
Tres meses después, que en los hospitales también hay cola, las pruebas la
llevaron a una operación a cara de perro. Mutilada debió aguantar un año de
quimio, una semana si, y otra no. Samu descubrió lo doloroso que es morirse, lo
cruel que es ver acabar a quien te acompaña en la vida, lo que la amaba, y lo
solo que estaba. La vio agonizar a cada poco, con un dolor, el suyo también,
que le desgarraba el alma. Un dolor intenso que padeció de forma silente, a la
par que ella, que intuía el final, e intuía en manos de que hijos dejaba a su
hombre.
Un día Samu
se quedó solo. Y tras el entierro más. Volvía solo a casa cada tarde, sin más
alegría que sacar adelante a sus hijos, y del apuro a la gente en su taller.
Hoy soldando un tendal, mañana un viejo candelabro y al otro el codo de un
radiador. Y sin Loli, y sin hijos. Que al final los pájaros siempre vuelan, y
pierden rápido de vista el nido. Como si nunca hubiese existido.
Luego vino el
paro y la jubilación, que los tiempos no perdonan oficios. Y luego la soledad.
Si acaso un domingo a ver a los nietos, pero poco, y pocos, que al final es
claro que estorbas, y que no compaginas con el decorado.
Como
Andrés, el mayor, el casado con María José, no encontraba la manera de que
alguien le financiara un piso, y lo de alquiler no es estiloso, acabó viviendo
en casa de Samu. Y vivió tanto que se quedó con ella. El día en que la próstata
le impidió contener el pis Samu salió de casa. De la suya. Para ir a un sitio
mejor, donde iba a estar mejor atendido, y con gente de su edad, y más cuidado
y más solo.
Le sacaron
de su calle, de sus vecinos, de su vida, sencilla, pero suya. Y accedió en
silencio, como había vivido. “Son cosas que hay que hacer por los hijos”, nos
decía. “Ahí voy a estar muy bien”, argumentaba para sí. Porque al final somos
humanos, y precisamos convencernos de que las evidencias no son tales, y que
nos quieren, y que somos importantes, y necesarios. Pero no, al menos en este
caso.
No ha
durado ni un año y medio en la residencia. El cabrón de su hijo le ha pedido
que vuelva a casa, que le echa en falta. Pero Samu sabe que no. Andrés sueña
mucho y la María José
más. Abandonó el empleo, montó una tienda de ropa y soñó con ser empresario.
Hay que ser zote, soñar en este país.
Un día se
fue a comer, y mientras doblaba la esquina, una camioneta cargada de
malhechores aparcaba en doble fila frente a su puerta, el tiempo justo para
desvalijar la tienda. La policía les ha pillado, pero la mercancía esta en
fuga. Sin género no hay ventas, y sin estas el crédito no se paga. Andrés no
puede pagar el complemento de 100 euros que ponía para engordar la exigua
pensión de su padre y así pagar la residencia que le permitía deshacerse del
viejo. Así que el viejo debe volver, y así la pensión quedará en casa, y
ayudará a tirar el mes. Samu ha vuelto, aunque nadie le quiere, salvo la buena
gente de la cocina económica, que le da algo más que comida cada día.
No se, algo
se me olvida en esta historia, pero no se que es. No se si tendrá que ver con
ese alma rudimentaria y pardusca que la civilización nos ha dejado en herencia,
y que nos lleva a ver a las personas, incluso a aquellas que nos dedican la
vida, como una cosa, como un mueble de vete y ven, de los que ahora te
necesito, y ahora me estorbas. No se si tendrá que ver con esa mierda de ley de
dependencia que, ahora que no tenemos cuartos se ha quedado en un guiño sin
contenido. Quizá sea algo relativo a esta situación de crisis que nos esta
deshaciendo por dentro, dejándonos desvalidos e inermes ante ladrones, malos
hijos y sinvergüenzas varios.
Tal vez no
se me quede nada en el tintero, y la vida sea eso. Mal vivir en silencio, ver
en la tele a quienes son libres y hacen de su vida una aventura intensa,
mientras nosotros somos sus palmeros. Sufrir silenciosamente el abandono y la
incomprensión, caer en la cuenta que ni tan siquiera tendremos la fortuna de
ser amados. Condenarnos a un hediondo pozo si no somos unos jetas, si no somos
capaces de echarle valor a la vida, si solo somos prudentes y honrados,
deseosos de trabajar, vivir, querer y ser queridos. Todo eso.
Imagen
Iñaki Gómez
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