Nada tenue
es mi infancia. Sobre sus firmes y añorados recuerdos siempre cabe impresionada
la figura de mi colegio, un lugar luminoso donde me inculcaron: aprender,
pensar, educar.
Las tardes
de mayo, calurosas en Torrelavega, eran apropiadas, al entender de mi maestra para ser escenario de uno de sus largos paseos
junto a nosotros, en los que el caminar se hacia compañero de disertaciones
sobre historia. Era también monitor del grupo juvenil de la Parroquia de la Asunción , y ahí debía
nacer su pasión por las andanzas. Del Colegio al Parque Manuel Barquín, y tras
el paseo, la vuelta. Paraba unos minutos de espaldas al Ayuntamiento, señalándolo
con su mirada, nos contaba la aventura humana, ese legado dispendiado por todos
aquellos cuya sola ambición nos gobierna. No el deseo de servir, ni la locura
de crear, solo tener, solo poder.
Había quien
en aquellas épocas llamaba a mi maestra Lord Byron, compilando sobre él
aquellas frases de Lady Carolina Lamb que escribían sobre el versátil británico
aquello de “loco, malo y peligroso de conocer”. Nada cierto, nada cuerdo,
considerar tal a mi buena maestra. Salvo que locura sea ver con ilusión la
humanidad, y entregarse con trepidante denuedo a su rescate.
“Byron es
vuestro ejemplo”, decía reiteradamente. Era la eterna palabra en su boca,
mientras entrelazaba tensamente sus pequeñas manos, conteniendo ante nosotros
su ilusión por tal figura. Y es que, concluyó hoy, tener por guía a un
sodomita, incestuoso y revolucionario, no parece la recomendación más cabal de
un educador cristiano. ¿O si?.
La primera
vez que visite su tumba en el interior de Westminster, comprendí a mi maestro.
«Los amados de los dioses mueren jóvenes», dejaron escrito los clásicos griegos.
Y él era amado de ellos. No solo por su poesía, sino por su entrega a la
humanidad. Como otros muchos aventureros románticos, Byron abandonó su
acomodada vida en las cosmopolitas ciudades occidentales, sus pequeños y
grandes lujos, su seguridad y su calor, para embarcarse en aventuras extrañas y
lejanas. En riesgos eludibles. Solo por un sueño, y tan solo por una promesa.
La libertad humana, que sin dignidad no existe. Combatió en Italia y en Grecia
a favor de la libertad de sus pueblos. Respetando sus estirpes y sus ideales,
pero contribuyendo a ellos con su ardor, con su dinero y con su muerte.
Como otros
románticos, Byron se involucró en la revolución griega de los años 20, aquella
en la que popes y campesinos se levantaron en armas contra el usurpador turco.
Aporto 4000 libras
para levantar un regimiento y, en primera línea, lo dirigió a la gloria, hasta
que los dioses, se la arrebataron de forma vulgar, en Missolonghi.
Hoy, aquel
pueblo no lo recuerda como un ocupante, sino como un hermano que apostó su vida
por la de ellos y ganó la eternidad de ambos. Si paseáis algún día por Atenas,
detener vuestros pasos en el barrio de Vironya, así llamado en su nombre, y
tomaréis aun del aire su perfumada piel.
Nada queda
de aquello en nuestra cultura. Hoy nuestros guerreros deambulan entre el fango
que ante sus botas extienden los gobiernos que entonces, en la era romántica,
surgieron de entre las cenizas del despotismo y la desigualdad. Esa misma que
nosotros, no solo alentamos, sino pagamos en vidas y haciendas en Congo, Irak,
Siria, Somalia o Ucrania.
Que fácil
es, apretando un botón, sostener en el aire un país inexistente como Kosovo o
como Irak, rompiendo a otro, derramando odio con calderos de plata y alentando
un estado superfluo, incapaz de cobijar y alimentar a sus gentes. Pero cuando
el enemigo no es una débil Serbia, o una insignificante Birmania, o una
necesaria Irak, o una paupérrima Sierra Leona, cuando hablamos de que un pueblo
maldito es pasto de un dragón asiático, pérfido y poderoso, nada vale, nada
cuenta, nada importa que nos haga ser Byron, levar anclas y poner nuestro pecho
entre sus balas y sus vidas.
Europa
abandonó a los birmanos, a los ruandeses, a los sierra leoneses, a los
saharauis, a los tibetanos, a los ucranianos o a los honkoneses, a los hombres
de tantos lugares remotos. Y lo seguirá haciendo. Las revoluciones del XIX se
construyeron, aunque algunas mal, sobre el ideal de los pueblos liberados. Hoy
las aventuras militares se solventan sobre el interés del ocupador, con lo que
nunca hay liberados. Y sin embargo el sueño pervive. Se ve en los ojos de
quienes en Bagdad, en Erbil o en Lasha, nombran con devoción al amigo
americano, casi nunca europeo, que aparecerá en sus caballos de hierro para
salvarles. Mejor que no. Descubrirían muy pronto que ellos ya perdieron el
viento de la historia, hoy solo son un negro peón, en el tablero del dinero.
Los nuevos
europeos, escudados tras las chequeras de multinacionales que controlan hasta
nuestros pasos por las calles, babean ante el aroma del mercado asiático,
vendiéndonos la idea de que nuestra prosperidad vendra de China. Una
prosperidad sucia y ruin. Vejadora de hombres y laceradora de herencias,
poblado con rostro de hydra, al que llamamos Pekín. Y mientras nuestros
guerreros mueren por nada en Irak, pues nada hemos conseguido, salvo acelerar
la muerte, y nuestros héroes tensan sus músculos en la vieja Europa, cerca del
Volga, cientos de tibetanos y sirios mueren o sufren junto a los desiertos de oriente o en las lejanas montañas del techo del mundo, extendiendo su mano al lar
de los dioses, que nuestros libros les han contado, viven en Grecia, en Europa,
en la Europa
que les ignora, pues ya alcanzó, digamos, su sueño, y el de los demás no la
importa.
No abandono
esta historia si os digo que azafrán debería ser nuestra lección. Como antaño
en América, donde cientos de misioneros murieron defendiendo los derechos de
los más débiles, sufriendo la tortura padecida por su Dios, hoy las mareas
humanas que por la libertad discurren en Asia, llevan ese color azafrán
esculpido. Monjes birmanos, primero, tibetanos, después y honkoneses ahora, se
han constituido en los símbolos de la lucha contra la opresión, como en la Grecia de Byron.
Curiosa
diferencia la que apreciamos entre las iglesias actuales y esos míseros monjes
apaleados y vueltos a levantarse para auxiliar a su pueblo, mientras nosotros
volvemos la mirada a nuestro corazón, buscando en que lejano ventrículo se ha
escondido Jesús, para que seamos tan malos con nuestros hermanos. Curiosa la
diferencia entre la ostentación vaticana contra la que lucha Francisco y la
mísera celda en la que el Dalai Lama ora y labora en la insignificante
Dharamsala.
Dios murió
sin cuidados paliativos, proclama estos días un clérigo español, abanderado de
la lucha contra la eutanasia. ¿Y eso nos disculpa de no auxiliar a quien
sufre?. No somos dioses, solo sus siervos amados.
Me
enseñaron que ser cristiano es estar a favor, a favor de la vida, de la
libertad, de la justicia, y de Dios. Y en España nos hemos acostumbrado
demasiado a ver a nuestros ministros abanderando manifestaciones que van en
contra. Contra los que quieren vivir el amor en su propio sexo, contra los que
enseñan a vivir en comunidad en las escuelas, contra quienes buscan en el
pasado su dignidad. Pero pocas veces a favor. Es una imagen injusta, pues no se
atiene al esfuerzo diario de quienes se dejan la vida codo con codo con los más
desfavorecidos. Pero es la imagen que transmitimos como iglesia. Nada que ver
con los hombres azafrán, que en Rangún en Hong Kong en Lasha mueren a favor de
la vida, que en Alepo y cualquier lugar olvidado mueren por la vida, como Byron, Como Jesús.
Imagen
vivelohoy.com
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