Recuerdo
con intensidad mis días de universitario. Los cálidos días charlando de
filosofía sobre la hierba del campus,
las largas noches de invierno estudiando en mi habitación, y las charlas junto
a un café con Mercedes Soler, mi profesora de antropología.
Un día,
poco conforme con uno de mis trabajos me llamó a su despacho, y sin más
preámbulos ni epílogos, me soltó sobre la mesa “El grito de Antígona” de una
desconocida, entonces para mi, Judith Butler. La lectura de aquel libro enmendó
mi trabajo y fue un paso más para construir mi conciencia. Años después tuve la
oportunidad de asistir a una conferencia de Judith Butler, y entendí aun más,
en la entonación y el énfasis de cada una de sus palabras la esencia de su
imponente aportación cultural.
En una
sociedad donde una niña como Malala es salvajemente agredida por reclamar su
derecho a ser educada, pese a ser mujer, o donde es necesario declarar un día
mundial para defender los derechos de las niñas, en femenino, su obra es
imprescindible.
En “El
grito de Antígona”, o “En la mujer y la transformación social” o en “Lenguaje,
poder e identidad”, Butler ha defendido la teoría de que los géneros son el
resultado de una construcción social hecha a medida, dicho sea de paso, del
varón, no de un estado biológico.
Que las
diferencias de rol social no emanan de una imposición de la naturaleza. Una
construcción social que oprime al individuo y que exige de nosotros la
secularización de una sociedad doblegada ante mitos y atavismos, y que nos
exige desnaturalizar conceptos como el sexo, el género y el deseo, por cuanto
no son más que imposiciones culturales que se mantienen en el tiempo mediante
acciones de dominio que perpetuamos mediante nuestros comportamientos sexuales,
lingüísticos o familiares.
Retomando
aquel mensaje está, en parte, la obra de Martha Craven Nussbaum, desde hace tres
años premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. Una mujer
contradictoria, por cuanto a la defensa de la mujer y sus valores contrapone
los descarnados ataques a Judith Butler, Sarah Efjeson u otras destacadas
intelectuales defensoras de la igualdad de género, para ella, muy radicales e
izquierdistas.
Pese a su
hostilidad mutua, sin embargo, todas han coincidido siempre en una intensa
lucha por la difusión y defensa del legado greco latino, de sus valores y su
ejemplo en la construcción de nuestra cultura (aunque algo alejados de lo que
podríamos llamar una sociedad equilibrada en los roles de sus sexos). Todas han
destacado en la denuncia contra las desigualdades y contra la épica romántica
de la sencillez y la austeridad (que de ellas a la pobreza hay un paso), y
contra el patriotismo y el nacionalismo maligno, ese que hace al individuo sumiso
ante el predominio de la nación como abstracto, en lugar de (como defendía
Manzini) defender el patriotismo del sacrificio individual en aras del bien de
los demás.
Todas han
puesto el acento en las necesidades de conciliación familiar de muchas mujeres del
mundo desarrollado, eso si, de ámbitos económicos muy concretos. Han defendido
la necesidad ineludible de medidas de discriminación positiva, en cuanto
facilitan cuestiones como la reducción del diferencial de mortalidad femenina,
el acceso a la educación o el respeto y el apoyo al potencial que esconden las
mujeres. Y todo ello contado con una concisión tajante y un humanismo
desbordado. Pero todo con muy poca coordinación con otras corrientes de
pensamiento de género, con una cierta autosuficiencia y con un cierto
oficialismo, como si trabajar para organismos y autoridades fuera compatible
con el libre pensamiento.
Nada que
ver con la historia de Malala Yousafzai, estudiante, bloguera y activista, casi
entregada a la muerte por los talibanes, que la descerrajaron varios tiros en
cabeza y cuello en el fronterizo valle pakistaní de Swat, por defender su
derecho a leer, a leerlas a ellas.
Hay que
reconocer que Malala no alcanza la perfección de los textos de Nussbaum, ni su
erudición clásica es destacada, ni es tan incisiva como Butler. Posiblemente ni
siquiera haya leído a Sócrates. Pero Malala (o Gul MAPAI tras cuyo nombre se
esconde en la red) ha relatado con precisión, desde 2009, cuanto miedo padece
una mujer en muchas tierras del mundo. Cuanto cuesta aprender o levantar la
mirada o ir al colegio o salir al mercado o pronunciar una palabras sin ser
requerida. Ha contado y dado testimonio
de cuanto odio muchos cafres encierran contra las mujeres, por el mero hecho de
que ellos son hombres, porque en muchos casos ese su único mérito en la vida,
la aleatoria combinación de una x y una y.
Las grandes
pensadoras de nuestro tiempo alimentan las conciencias de un puñado de miles de
mentes formadas y élites económicas. Lo mismo que tantos otros intelectuales.
Malala alienta la libertad y la conciencia de millones de mujeres oprimidas, en
un lenguaje directo que llega al alma y no parte de Platón o de Freíd, sino del
dolor propio. Nassbaum, Butler o Efjeson tienen premios, Malala ha necesitado
un pasaje a la muerte, en primera fila, para que se reconozca su papel
relevante, su ejemplo y la realidad cotidiana de quien, ni siquiera, puede
soñar con escribir o leer sueños. Es la vida.
Imagen El
País
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