Envuelta en
seda, como un regalo. Así posaba no hace mucho Meghan Markle para Vanity Fair
un poco antes de que se conociese que su pose es la de una princesa. Pintada
como una sonrisa, con ese aire estudiadamente natural y desenfocado se ha
presentado al mundo a la nueva pieza de la familia real británica, aun cuando
nada hará de ella una persona anónima ni convencional.
Todo, sus
vestidos, sus miradas, sus peinados, y hasta lo que no es visible es objeto de
culto por una sociedad que sigue siendo fascinada por la belleza, el lujo, el
glamour y los cuentos de hadas, por mucho que nos mostremos rebeldes con un
sistema por cuyas cimas mostramos una atracción irreprimible.
Una
fascinación que parte posiblemente de una renuncia a una lejana vida a la que
todas aspiramos aunque sepamos que no llegara nunca. Por eso, cuando el cuento
se hace carne y una mujer se convierte en el objeto de deseo de un príncipe, la
historia nos encanta, cerramos los ojos y nos dejamos llevar por ese recóndito
anhelo de ser nosotras la protagonista de la historia, hasta que al abrirlos no
vemos un espejo, si no la realidad de otra persona.
Lo más
chocante de la imagen no es tampoco esa presumible desnudez que se atisba entre
los oropeles del vestido, si no el ensalzamiento del valor de la riqueza y el
lujo de otros, la admiración por los barnices pagados entre todos los
contribuyentes, de personas que
representan justo lo contrario de las esperanzas de millones de personas que
aspiran a la igualdad, la justicia social y la sencillez de una vida digna.
Nos hablan
de princesas del pueblo, de gente cercana, de príncipes naturales y sencillos
cuando lo que tenemos delante es el símbolo de la ostentación y el primor
injustificado de unos pocos.
Porque
podemos asumir que la fortuna de Markle (unos 5 millones de euros) han salido
de su trabajo como modelo y actriz, especialmente por la afamada “Suits”. ¿Pero
él?. 35 millones de euros se presume que es la fortuna del príncipe Harry, según
las capitulaciones matrimoniales que se han hecho públicas y a las que el díscolo
miembro de los Windsor quiere renunciar.
Dentro de
dos meses la ciudadana Markle se hará princesa y una parte de la prensa nos la
presentará como una conquista social. La realeza se mezcla con el pueblo y se
hace humana casando a uno de sus vástagos con una actriz divorciada hija de un
técnico de la farándula y una terapeuta afro americana.
Y millones
de personas, de esas que rascan su bolsillo cada mes para cubrir sus
necesidades básicas, de esas que se revelan contra la opresión de las
corporaciones y el latigazo inmisericorde sobre nuestras espaldas de los
poderosos, pagaran con sus impuestos una larga retahíla de facturas de la boda
real, deslizando sobre su mejilla una lágrima de emoción, cuando Meghan diga
si.
Imagen Vanity Fair
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