Todo el sistema educativo esta montado bajo la premisa de luchar contra la exclusión social, favorecer la igualdad de oportunidades y crear una sociedad justa, basada en individuos con formación espíritu critico y capacidad creativa. Hasta ahora ese era el objetivo. Las sociedades occidentales, tan anglosajonamente pragmáticas han incluido entre las finalidades de sus sistemas educativos dos premisas más, tener a los chavales fuera de circulación para que no molesten, alojados vamos, en los colegios e institutos, y crear seres con una alta capacidad productiva, buenos productores y buenos consumidores.
Esa mezcolanza tan herética y tan heterogénea ha dado pie a lo previsible, un fracaso escolar gigantesco motivado por un sistema contradictorio, que abusa de conocimientos y programas, saturado de actividades y que cada vez busca más tener a los niños lejos de una familia incapaz, por tiempo y preparación, para afrontar los problemas de socialización que genera una sociedad tan mercantil como la nuestra.
Un ejemplo. Es necesario disponer de una demanda creciente para sostener nuestras economías, para lo que los adolescentes y jóvenes se han convertido en un nicho de mercado imprescindible, tanto por su número como por su disponibilidad para ser manipulados. De ello ha nacido una juventud expuesta a todo tipo de influencias mercantiles y colocada en posición de tener que actuar como adultos, en las distintas situaciones que provoca el mercado. Esto es, a vivir como adultos. Pero no lo son. Así que los adolescentes actuales deciden, gastan dinero, interactúan y se mueven en un mundo en el que a veces no comprenden nada, en otras carecen de madurez para interpretarle, y en otras les nutre de un aprendizaje muy lejano de la moral y los valores éticos que la sociedad precisa para su supervivencia y ellos para su madurez personal.
De resultas de todo ello, el número de chicos y chicas que no logran continuar formación más allá de la escolarización obligatoria ha ido cayendo progresivamente en toda Europa. Ejemplos son el 13% de abandonos del Reino Unido o Francia y el 30% de España.
Ante ello, las sociedades modernas se enfrentan a masas de jóvenes que pueblan los barrios periféricos de las grandes ciudades a modo de bomba lapa en el corazón de Europa. Bandadas de jóvenes aburridos, sin oficio ni recursos, desesperanzados a medida que toman conciencia de su situación personal, y con un proyecto de vida muy limitado. Este grave riesgo social, este coste de mantener a una población ociosa e improductiva y esta amenaza al mercado y la competitividad productiva europea ha sido tomado muy en serio por los gobiernos que empiezan a dibujar soluciones que se perfilan en tres líneas de trabajo.
De un lado parece imprescindible un plan de mejora de la calidad educativa, con más medios, mejores profesionales y programas educativos más razonable y menos decimonónicos. De otro un trabajo más intenso con los colectivos en mayor riesgo de exclusión social. Y junto a ello, el intento de mantener a la juventud del continente más tiempo atada a su pupitre, quizá hasta los 18 años.
En las condiciones actuales, plantear a un joven que no desea estudiar y que provoca con su actitud un grave deterioro de la actividad escolar, perjudicando a otros chicos y chicas, parece una locura. Es tanto como defender que es bueno dar a los jóvenes dos años más de lo mismo, de ese mismo que es patente que no funciona. Lo que no será beneficioso, ni para ellos, ni para el resto. Y ese razonamiento le viene exponiendo, desde hace mucho tiempo multitud de expertos, como el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Julio Carabaña. Mientras que otros, como el profesor barcelones Francesc Raventós, alertan de la necesidad de esta medida como un mal menor, que puede sustituir una decisión equivocada, la del jóven al abandonar, por una imposición, que en algunos casos, como en Alemania, Bélgica u Holanda, puede dar frutos.
En España el debate se ha iniciado tras una reflexión pública y prudente del ministro de Educación, Ángel Gabilondo, que ha colocado sobre la mesa de discusiones si puede ser efectivo obligar a los jóvenes a seguir en el sistema educativo, aunque no quieran.
Sobre experiencias ya realizadas se han multiplicado en los últimos tiempos los modelos de interpretación de esta medida, como el que defiende el profesor de la Universidad de Toronto Philip Oreopoulos, que ha defendido la efectividad de la medida, cifrándola en un aumento del 10% de la renta personal del individuo a lo largo de su vida, por cada año más de escolarización, siempre y cuando esta mayor permanencia en el sistema se acompañe de medidas pedagógicas que afronten los problemas del estudiantes, evitando, eso si, el más de lo mismo.
Son cálculos estimados, basados en una aplicación concreta, en una sociedad concreta, y en un momento concreto, pero difícilmente extrapolables y difícilmente separables de medidas de apoyo y transformación de todo el sistema educativo, como ha defendido Julio Carabaña.
Y es que no debemos olvidar que a medida que el joven aumenta en edad su madurez puede permitirle, quizá, un mayor aprovechamiento del sistema, un mayor compromiso con su trabajo y una mejor formación. Tan cierto como que los motivos del abandono son muchos, y cada uno merece un tratamiento. No es lo mismo plantear mantener dos años más en el sistema a alguien que tiene graves problemas sociales y familiares, que a alguien que ha sido viciado ya en el deseo de trabajar para obtener dinero rápido, que a un joven aquejado de la tradicional miopía adolescente, esa que coloca a las ventajas laborales de una buena educación tan lejos en el tiempo que no se ven.
Pero lo más terrible de todo este debate es que en muchos de los que defienden la medida subyace el deseo de aplicar a los jóvenes “un internamiento forzoso a tiempo parcial", como lo ha definido el catedrático de la Universidad de Salamanca Mariano Fernández Enguita.
¿Por que?. Al margen de muchos intereses inconfesables, el lógico aumento de plazas docentes que ven los sindicatos, o la posibilidad de ampliar conciertos y ayudas de las patronales educativas, una parte de la clase política ve en la medida una forma de solucionar el acuciante problema del paro, y todas las secuelas que este deja entre la población juvenil, cada vez mayor, más inmigrante y más desarraigada.
En resumen, como certeramente ha expuesto Fernández Enguita, de lo que estamos hablando es de 250.000 parados menos, con su correspondiente suelta de lastre en forma de ayudas, 300.000 alumnos nuevos y 30.000 nuevas plazas de profesores, nuevos empleos, más la consiguiente inyección económica en la red privada, que asumiría parte de este nuevo tramo obligatorio. Y todo eso, con poder estar bien, no es un criterio educativo.
Es cierto que el país no se puede permitir tener en la cuneta del sistema económico a un 31% de sus jóvenes, ni se puede permitir las secuelas sociales y personales de esa masa de jóvenes ociosos, en los aledaños de la exclusión, la droga y la macarreria callejera. Tan cierto como que imponer a alguien aprender es imposible y que juntar en una aula de 40 metros cuadrados a alguien que odia el sistema con alguien que quiere crecer en él, es hacer perder el tiempo al primero y destruir al segundo.
Y el caso es que soluciones hay muchas. Una evidente es aplicar una reforma estable y razonable a un sistema que pretende, en estos tiempos, convertir a los alumnos en una réplica de la wikipedia, y al margen de la tecnología, y bien sentaditos, varias horas, para que no molesten. Pero más allá hay otras más perentorias. Quizá un alumno este saturado de historia o ciudadanía o taller de lengua, como parte de un currículo hecho en su mayoría para rellenar horas, pero quizá no lo este en una formación práctica, para él más asumible, que le va presentando metas más cercanas y realidades o conquistas mas tangibles. Eso, traducido son programas de FP más numerosos, mas actuales, mejor dotados y más valorados. Eso es la posibilidad de aprobar créditos como aprendices en trabajos o tomando cursos en la universidad. Eso es motivar a los jóvenes para seguir en la escuela y ofrecer una instrucción de gran calidad. Eso es convertir, como en la antigua Grecia, la escuela en un lugar deseable, en la capital de un imperio del orden, del respeto, de la libertad y de la creatividad, no de la sumisión, del conflicto o de la rutina.
Es una vieja decisión, pero el caso es que España aun no la ha tomado, o la ha tomado mal, la que implica decidir entre educar, instruir o entretener.
Imagen sallenet
Esa mezcolanza tan herética y tan heterogénea ha dado pie a lo previsible, un fracaso escolar gigantesco motivado por un sistema contradictorio, que abusa de conocimientos y programas, saturado de actividades y que cada vez busca más tener a los niños lejos de una familia incapaz, por tiempo y preparación, para afrontar los problemas de socialización que genera una sociedad tan mercantil como la nuestra.
Un ejemplo. Es necesario disponer de una demanda creciente para sostener nuestras economías, para lo que los adolescentes y jóvenes se han convertido en un nicho de mercado imprescindible, tanto por su número como por su disponibilidad para ser manipulados. De ello ha nacido una juventud expuesta a todo tipo de influencias mercantiles y colocada en posición de tener que actuar como adultos, en las distintas situaciones que provoca el mercado. Esto es, a vivir como adultos. Pero no lo son. Así que los adolescentes actuales deciden, gastan dinero, interactúan y se mueven en un mundo en el que a veces no comprenden nada, en otras carecen de madurez para interpretarle, y en otras les nutre de un aprendizaje muy lejano de la moral y los valores éticos que la sociedad precisa para su supervivencia y ellos para su madurez personal.
De resultas de todo ello, el número de chicos y chicas que no logran continuar formación más allá de la escolarización obligatoria ha ido cayendo progresivamente en toda Europa. Ejemplos son el 13% de abandonos del Reino Unido o Francia y el 30% de España.
Ante ello, las sociedades modernas se enfrentan a masas de jóvenes que pueblan los barrios periféricos de las grandes ciudades a modo de bomba lapa en el corazón de Europa. Bandadas de jóvenes aburridos, sin oficio ni recursos, desesperanzados a medida que toman conciencia de su situación personal, y con un proyecto de vida muy limitado. Este grave riesgo social, este coste de mantener a una población ociosa e improductiva y esta amenaza al mercado y la competitividad productiva europea ha sido tomado muy en serio por los gobiernos que empiezan a dibujar soluciones que se perfilan en tres líneas de trabajo.
De un lado parece imprescindible un plan de mejora de la calidad educativa, con más medios, mejores profesionales y programas educativos más razonable y menos decimonónicos. De otro un trabajo más intenso con los colectivos en mayor riesgo de exclusión social. Y junto a ello, el intento de mantener a la juventud del continente más tiempo atada a su pupitre, quizá hasta los 18 años.
En las condiciones actuales, plantear a un joven que no desea estudiar y que provoca con su actitud un grave deterioro de la actividad escolar, perjudicando a otros chicos y chicas, parece una locura. Es tanto como defender que es bueno dar a los jóvenes dos años más de lo mismo, de ese mismo que es patente que no funciona. Lo que no será beneficioso, ni para ellos, ni para el resto. Y ese razonamiento le viene exponiendo, desde hace mucho tiempo multitud de expertos, como el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Julio Carabaña. Mientras que otros, como el profesor barcelones Francesc Raventós, alertan de la necesidad de esta medida como un mal menor, que puede sustituir una decisión equivocada, la del jóven al abandonar, por una imposición, que en algunos casos, como en Alemania, Bélgica u Holanda, puede dar frutos.
En España el debate se ha iniciado tras una reflexión pública y prudente del ministro de Educación, Ángel Gabilondo, que ha colocado sobre la mesa de discusiones si puede ser efectivo obligar a los jóvenes a seguir en el sistema educativo, aunque no quieran.
Sobre experiencias ya realizadas se han multiplicado en los últimos tiempos los modelos de interpretación de esta medida, como el que defiende el profesor de la Universidad de Toronto Philip Oreopoulos, que ha defendido la efectividad de la medida, cifrándola en un aumento del 10% de la renta personal del individuo a lo largo de su vida, por cada año más de escolarización, siempre y cuando esta mayor permanencia en el sistema se acompañe de medidas pedagógicas que afronten los problemas del estudiantes, evitando, eso si, el más de lo mismo.
Son cálculos estimados, basados en una aplicación concreta, en una sociedad concreta, y en un momento concreto, pero difícilmente extrapolables y difícilmente separables de medidas de apoyo y transformación de todo el sistema educativo, como ha defendido Julio Carabaña.
Y es que no debemos olvidar que a medida que el joven aumenta en edad su madurez puede permitirle, quizá, un mayor aprovechamiento del sistema, un mayor compromiso con su trabajo y una mejor formación. Tan cierto como que los motivos del abandono son muchos, y cada uno merece un tratamiento. No es lo mismo plantear mantener dos años más en el sistema a alguien que tiene graves problemas sociales y familiares, que a alguien que ha sido viciado ya en el deseo de trabajar para obtener dinero rápido, que a un joven aquejado de la tradicional miopía adolescente, esa que coloca a las ventajas laborales de una buena educación tan lejos en el tiempo que no se ven.
Pero lo más terrible de todo este debate es que en muchos de los que defienden la medida subyace el deseo de aplicar a los jóvenes “un internamiento forzoso a tiempo parcial", como lo ha definido el catedrático de la Universidad de Salamanca Mariano Fernández Enguita.
¿Por que?. Al margen de muchos intereses inconfesables, el lógico aumento de plazas docentes que ven los sindicatos, o la posibilidad de ampliar conciertos y ayudas de las patronales educativas, una parte de la clase política ve en la medida una forma de solucionar el acuciante problema del paro, y todas las secuelas que este deja entre la población juvenil, cada vez mayor, más inmigrante y más desarraigada.
En resumen, como certeramente ha expuesto Fernández Enguita, de lo que estamos hablando es de 250.000 parados menos, con su correspondiente suelta de lastre en forma de ayudas, 300.000 alumnos nuevos y 30.000 nuevas plazas de profesores, nuevos empleos, más la consiguiente inyección económica en la red privada, que asumiría parte de este nuevo tramo obligatorio. Y todo eso, con poder estar bien, no es un criterio educativo.
Es cierto que el país no se puede permitir tener en la cuneta del sistema económico a un 31% de sus jóvenes, ni se puede permitir las secuelas sociales y personales de esa masa de jóvenes ociosos, en los aledaños de la exclusión, la droga y la macarreria callejera. Tan cierto como que imponer a alguien aprender es imposible y que juntar en una aula de 40 metros cuadrados a alguien que odia el sistema con alguien que quiere crecer en él, es hacer perder el tiempo al primero y destruir al segundo.
Y el caso es que soluciones hay muchas. Una evidente es aplicar una reforma estable y razonable a un sistema que pretende, en estos tiempos, convertir a los alumnos en una réplica de la wikipedia, y al margen de la tecnología, y bien sentaditos, varias horas, para que no molesten. Pero más allá hay otras más perentorias. Quizá un alumno este saturado de historia o ciudadanía o taller de lengua, como parte de un currículo hecho en su mayoría para rellenar horas, pero quizá no lo este en una formación práctica, para él más asumible, que le va presentando metas más cercanas y realidades o conquistas mas tangibles. Eso, traducido son programas de FP más numerosos, mas actuales, mejor dotados y más valorados. Eso es la posibilidad de aprobar créditos como aprendices en trabajos o tomando cursos en la universidad. Eso es motivar a los jóvenes para seguir en la escuela y ofrecer una instrucción de gran calidad. Eso es convertir, como en la antigua Grecia, la escuela en un lugar deseable, en la capital de un imperio del orden, del respeto, de la libertad y de la creatividad, no de la sumisión, del conflicto o de la rutina.
Es una vieja decisión, pero el caso es que España aun no la ha tomado, o la ha tomado mal, la que implica decidir entre educar, instruir o entretener.
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