En nuestra
inocencia, allá cuando éramos críos y nuestros profesores de sociales nos
lanzaban sus apologías sobre el sistema, siempre hemos pensado en los políticos
como esos adalides de la verdad y la justicia con la vista alzada a lo más alto
de la humanidad, como queriéndonos llevar al cielo.
Es un
decir, desde luego. A la vista de la imagen, las miras de muchos políticos
están puestas más abajo, como sus manos, más pendientes de sujetar lo suyo que
de aliviar las penalidades de los demás.
Las miserias
de Donald Trump y su inmadurez ya no son noticia, por más que, un día tras
otro, los medios de comunicación nos hablen de tweets portentosos, desaires a
políticos europeos, gestos desaliñados y recuerdos a un pasado marcado por
escenas vodevilescas en sus casinos y clubs donde, el hoy presidente, pone en
marcha su show business con prostitutas, artistas, financieros y demás gentes
dispuestas a que la economía y la política de su país se discuta a la vista del
deseo más carnal.
Como
explicaba hace unos días en el Post el politólogo Ralph Heyms, Estados Unidos
está siguiendo el camino de la
Italia de Berlusconi, entrando en lo que se está llamando
"una democracia técnica desdoblada". El término hace referencia a una
situación política en la que el país está en manos de una burocracia muy
acendrada, que es la que lo mantiene vivo y toma las decisiones de gestión,
casi de forma autónoma, mientras la clase política representativa se desocupa
del gobierno de la nación, volcada en medrar y robar unos, y en asaltar el
poder otros. Una situación que, por un lado, facilita que nos sintamos
complacidos por vivir en un sistema “democrático”, y que, por otra parte,
entretiene, sin duda alguna, mostrando una alternativa de ocio a la vida y
milagros de la Esteban ,
el Matamoros y el Kiko Rivera. En la variedad está el gusto, desde luego.
Con todo,
los escándalos sexuales de Trump que comienzan a airear y su vida de opereta no
son más que el resultado de una sociedad desmovilizada que, ya hace tiempo, ha
decidido claudicar de sus obligaciones sociales. Los padres han claudicado en
su obligación de educar a sus hijos, mientras no molesten, y hacienda de
perseguir a los grandes defraudadores, mientras haya pequeños a los que
machacar. Los ciudadanos de protestar por los atropellos administrativos,
mientras pueda seguir metida en pequeños hurtos (descargas ilegales, facturas
sin IVA, aparcamientos sin ticket).
La cultura
del “si no hay testigos, no hay delitos” se impone, en un declive moral
imparable, del que gente como Trump es solo un bufón de esta opereta en la
que vivimos, y un buen recurso de distracción. Y con la distracción nos
quedamos. Mientras hechos como el que hoy comentamos atraen la atención del público,
otras cuestiones, mucho más abajo en nuestra escala de valores, se imponen en
silencio, estrechando el cerco sobre la vida que creemos haber construido.
A estas
alturas seguro que todos habéis oído hablar de un delincuente mucho peor que
Trump, aunque haya robado a todos sus conciudadanos bastante menos, en metálico
se entiende. Me refiero a Viktor Orban, primer ministro húngaro, y empeñado en
imponer en su país una ley de prensa que supone la mordaza a la oposición y a
todo ciudadano que aspire a ser libre. Y qué decir del ministro de cultura,
educación y tecnología japonés, Yoshiaki Takagi, que ha presentado un amplio
plan de desarrollo de inteligencia artificial en su país, cuyo objetivo confeso
es sustituir a la mano de obra emigrante y así limpiar étnicamente el país. O
de Sandro Staraglia, el sicario plenipotenciario de Berlusconi en Nápoles, que
ha autorizado, apoyado y alentado las milicias ciudadanas que impone el orden
en la zona, al margen de la ley y la autoridad competente, cuyo objetivo siguen
siendo los inmigrantes y los campamentos de sin techo. Tres ejemplos de
comportamientos radicalmente contrarios a nuestros valores democráticos que,
gobiernos legalmente constituidos imponen ante el silencio cómplice de sus
conciudadanos.
Eso sí es
pornografía, mucho más que el hecho de que una italiana de 17 años se deje
meter mano por Berlusconi en una fiesta por 3000 euros. Pero claro, en esta
sociedad sajona y puritana las apariencias mandan. Hacer el amor es pecado,
pero joder al prójimo solo una anécdota disculpable.
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