Fue mi
profesor en aquellos años en los que yo crecía, y necesitaba alguien que me
acompañara, y me escuchara y me abriera a los libros y a la vida de otras
personas. Y él lo hizo. Ahora, a punto de salir del colegio, raros son los días
en que no pasamos por su clase, y charlamos de la vida y le contamos nuestras
historias, esas que ahora pasan un piso más arriba, unos cursos por
delante.
Pero ayer
todo cambió. He comenzado seis veces esta carta, y sigo sin encontrar las
palabras. “Me gustaría contarte algo”, me dijo. Una hora entre su charla y mi
silencio, dos cafés, una sonrisa de compromiso, una caricia en la nariz y un
“gracias” fugaz y entrecortado. Y tras ello, se disipó, como la niebla, entre
los pasillos del colegio, entre el bullicio de mis compañeros.
Ver a un
hombre mayor incontinente ante el llanto es difícil. No más que entender lo que
siente un hombre por sus hijos. Y ese es un sentimiento que se me escapa. No
veo su problema con la pasión de la sangre, pero si con la ira de quien ve
imposible entender lo que le rodea, siempre lejos, más lejos de la razón.
Su hijo era
un niño feliz. Uno de tantos niños deseados, amados y destino de cuanto
capricho, beso y riña es preciso para acompañar su caminar diario. Su madurez
continua. A medio camino, que no es el caso, entre la necesidad de aparcar a
los vástagos, en esas largas jornadas de trabajo que los españoles nos hemos
montado, y el deseo de prender en ellos la mecha de la superación, el
aprendizaje y la instrucción, los niños pululan cada día entre un laberinto de
colegios, gimnasios, pabellones y academias. Siempre en la confianza de su
bienestar, siempre en la creencia de su protección. Pero a menudo es mentira.
Posiblemente
los padres permanezcan ciegos, para no sufrir dolor, o para no padecer
molestias, o por no ser capaces de mirar lo que ven, pero es frecuente que los
niños, los de aquí mismo, crezcan en medio de una violencia gratuita y
cotidiana generada por sus iguales, y que desata un proceso destructivo del
que, más tarde, nos haremos presos los demás. La psicóloga infantil Ana María
Landa ha llevado a cabo un estudio que describe un preocupante panorama en
nuestros colegios y espacios de formación infantil. Un 21% de los niños
españoles menores de 10 años reconoce haber abusado alguna vez de niños de su
edad. Un 36% de los niños de igual edad reconoce en este estudio haber sufrido
situaciones continuadas de opresión y dominio. Un 14% de niños en esas edades
reconoce haber tenido alguna vez el deseo de morir para acabar con esa
situación. Seguro que la mayoría hemos oído hablar alguna vez del bullying, de
esas escenas de violencia que de vez en cuando abren un telediario o cierran un
periódico, en la que adolescentes incontrolados apalean a una victima
indefensa, mientras lo graban con el móvil, para luego regodearse en el canal
de videos por excelencia. Pero hoy no hablamos de eso.
En colegios
y extraescolares se forman, desde edad temprana, jerarquías que pasan del
prestigio y la capacidad de influencia, al dominio. Niños que marcan territorio
en el patio, que quitan a otros su golosina en el recreo, que humillan a los
demás para reírse un rato o eliminar competidores en su lucha por el poder. Que
abren mochilas, que coaccionan comportamientos, que obligan a actuar en clase
para mofa de los demás, que empujan, que pegan, que ridiculizan, que despojan a
los demás de dignidad. De tal forma y tan continua, que las víctimas, a veces
la mayoría de un grupo, acaban aceptando su sino, o desarrollando hábitos
asociales o comportamientos violentos, en una cadena hacia bajo de opresión que
les hace a todos cómplices de un ambiente irrespirable.
Y no es un
panorama exagerado. Pero de tan rutinario que es, le hemos dado carta de
naturaleza. Admitimos que entre niños a veces hay conflictos, y que alguno
suelta la mano a destiempo. Admitimos una dosis de violencia en nuestras vidas
que, en realidad, no es más que la punta de un aprendizaje regular y
contundente que saca a los niños de esa magia de reyes magos en que les
sumergimos en sus primeros años, y los mete en un pozo de miseria donde
aprenden, y rápido, un concepto de supervivencia que poco tiene de social y
ciudadano. El informe de Landa aporta otro dato desolador. No hay ya un perfil
del niño acosado. Puede ser cualquiera. Porque el problema no esta en los niños
que sufren la marcha de un mundo inocente, sino que esta entre los chulos
abusadores. Grupos de amos en busca de siervos y que, en el fondo, solo son
niños de carencias. Familias desestructuradas, familias de gran nivel económico
que transmiten su elitismo a sus hijos, niños que no han desarrollado afectos,
niños débiles que se anteponen a esa debilidad machacando al resto, niños
aprendices de su entorno. Si, aprendices. Lo explicaba muy bien el director
Christian Molina, en una estremecedora película, “I want to be a soldier”, la
historia de la transformación de un niño, sujeto a la influencia de la
violencia que emana del cine, la televisión…
¿Nadie lo
ve?. Todos somos testigos. Esa es la raíz de la enfermedad, entender como
natural lo que no lo es, y ser incapaces de ver lo que existe ante nuestros
ojos, o de crear el control necesario para educar de verdad. Y eso es otra.
Siempre hemos creído que en los colegios debía haber muchos profesores y
maestros, y mucha tecnología, de esa fría y distante que hace al niño aprender
solo, con su maquinita, y en red. Pero en un colegio no solo debe haber
maestros, también es preciso psicólogos, y terapeutas, y pedagogos y profesores
de apoyo. Y muchos. Porque la educación no es un ámbito difuso donde instruir,
sino un lugar muy concreto donde educar, y para eso hay que ver, hay que hablar
y hay que hacer sentir la presencia y el ejemplo. Y hace faltan recursos,
claro, de esos que nos han quitado.
Y ahora
viene los más triste, la mayoría de esa violencia, generalmente no física, que
se ha hecho hábito, es en medio de los adultos, en un intercambio de clase, en
un pasillo, en un patio, en una vestuario deportivo, en un aula donde el
maestro se ausenta..
Y cuando el
padre lo descubre, cuando toma conciencia de que su hijo no es feliz, de que no
quiere ir al colegio, de que no quiere estar solo, que esta distraído, que se
abstrae, que pierde la fe, que descubre la maldad, que se siente indefenso, que
cae en la cuenta de que sus padres no pueden protegerle y que sus mitos son de
barro, entonces el padre se da cuenta de que no puede hacer nada. Que ha mantenido
a su hijo en la ficción de una sociedad humana y feliz cuanto ha podido, pero
que la burbuja se rompió.
Al escuchar
a mi maestro he recordado que yo lo viví. He visto en su rostro el de mi padre
cuando quiso ir al instituto para partir la cara a aquellas cuatro pijas que me
ridiculizaban en los entrenos de la Albericia. Y sobreviví, y me endurecí, y perdí
años de la felicidad propia de una niña, y sufrí mucho, cuando no tenia edad
para ello, y crecí, pero con una pequeña herida que aun conservo. Y es que
dicen que el sufrimiento nos endurece y nos apremia y nos hace crecer, pero es
mentira. Nos hace crecer la felicidad, que es lo propio de un niño, no el
dolor, que no es propio de nadie.
Imagen hablineses
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